jueves, 15 de diciembre de 2011

Doscientos sesenta y tres: Arcoiris

Tantas veces busqué el arcoiris para que apareciera justo hoy -dicen- que ya lo he dejado de buscar en el cielo porque el cielo de este sitio -por el momento- no me sugiere que lo mire. (Yo estoy mirando otro cielo en mi mente)

Y cuando la cohabitante L llegó de la feria paraguaya trajo una remera -que dice que me va a regalar probablemente- que dice (en inglés):
"La vida es como un arcoiris. Necesitas tanto el sol como la lluvia para que los colores aparezcan"
(Inmediatamente recordé a Gump: "La vida es como una caja de bombones... etc.")

No creo que necesite llorar para ver colores.
Creo que con el sol me basta.
No quiero esperar un arcoiris como si fuera la felicidad, porque eso sería no muy a menudo tanto como esperar años con más o menos días, mundiales, olimpíadas.
Yo quiero sol todos los días.
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Doscientos sesenta y dos: premenstrual

El SPM es el nombre sintético de una hinchazón odiosa en el cuerpo sumada a un profundo deseo de ser contenida emocionalmente por un ser humano.
Sucede que la libertad para la que yo misma me he entrenado y que hago notar al entorno es fácilmente interpretada como independencia de gran espectro. Tampoco sería que me atrevo a contradecir tal entrenamiento en un flaqueo, pues entonces me quedo sola en mi dolor más metafísico que cualquier otro.
Porque el equilibrio, sin duda la quimera del asunto, es una cosa impracticable en estos días.
Siendo así no queda otra que pegarse un viaje intelectual o musical, siempre poético, a algún destino que descentre el dolor.
El dolor de las espinas de uno mismo.
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Doscientos sesenta y uno: ensimismada

Raras veces ocurre como ocurría tempranamente cuando yo era una niña, que me ensimismo.
Ensimismarse es algo así como estarse encima con algo, cargosearse.
Yo en el asado me estaba cargoseando mientras los músicos tocaban las guitarras y los coreutas cantaban, yo tenía unas maracas y las agitaba cuando podía tirar un cable de conexión. El resto del tiempo me devoró el silencio. Un silencio denso como el tiempo.
Un silencio de escucharme la respiración mientras los otros rían y yo incomprendía a la perfección.
No solía ponerme así, sucede que ya me he ido.
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doscientos sesenta: doscientos cincuenta y nueve es un buen número

hoy pensé que mi blog estaba en terapia intensiva.
después caí que yo estaba en terapia intensiva con la escritura.
ni una sobria línea de falsa soberbia.
secretamente me he creado otro blog pero está desierto como éste.
será que extraño el desierto y me ha invadido silenciosamente como el desierto hace.
será que desde que tengo el pasaje a San Juan en mi mano, estoy espiritualmente ida.
hay cosas que son fáciles de explicar.
estoy harta.
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domingo, 4 de diciembre de 2011

Doscientos cuarenta y tres: Sin bozal

Hay algo encantador en dormir tres horas más veinte kilómetros de pedaleo. Esto es:
a la noche cuando salgo al bar y veo la banda de rock progresivo y logro sobreponerme a ella y más tarde, escucho hablar al guitarrista magnífico que estaba en el escenario y le oigo decir cosas aberrantes, soberbias, solo tardo un par de horas en volver a él para decirle que es un perfecto idiota y qué lástima porque mueve muy bien los dedos.
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Doscientos cuarenta y dos: Hay una chica en el piso

Resulta que toca massacre en La Plata. Toca tardísimo. La fiesta no tiene mucho de clandestino, excepto que sea el destino del clan y en ese caso el clan somos nosotros.

Cuando aparece la adorable criatura que es y el silencio quiebra y el pogo estalla, yo voy hacia él. No seremos más de cuatro chicas. Hay una de vestido, yo uso camisa de hombre y pelo corto. La camisa tiene una mancha así que no me importa mucho el sudor que se va a evaporando. Pero la chica que tiene vestido de pronto está en el piso y le doy la mano para subir. Y ella sube y dice que le patearon el cerebro y que está bañada en cerveza. La cerveza está en el piso. Es una pena.
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Doscientos cuarenta y uno: Estamos perdidas

Cuando el día finalmente llega, me despierto por la mañana todo estómago revuelto y pienso: "no voy a poder bailar". Y luego vuelvo a pensar: "voy a tener que bailar igual". Y tomo gotas de distinto tipo una para la panza y otra para estar tranquila.

Cuando el momento finalmente llega, yo estoy contenta aunque mi corazón se agolpe. Y entramos al escenario y no soy bien consciente de nada. Creo que si me detengo a pensar, detenerme va a hacer que me pierda. No puedo pensar, mi cuerpo sabe. Todo va saliendo bien hasta que la música.
La música ha vuelto empezar pero la danza está ya empezada. Mercury. Show must go on.
Nos vamos ondulando por el piso. El disco ha saltado. La gente igualmente aplaude. Aplaude porque sí.
Y entonces volvemos para intentarlo una vez más, con un poco de frustración en los hombros y el entrecejo, y otra vez la música. Otra vez el disco salta y todo vuelve a empezar. Y la gente igualmente aplaude. Parecen yanquis.
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Doscientos cuarenta: Berazategui

Nunca compré por mercado libre.
Nunca es finito.
Yo temía ir sola a berazategui porque toda esa zona urbana y gris me da temor. Porque sí y por prejuicio.
Ella entonces me hizo el aguante.
Y viajamos en tren.
Me gusta viajar en tren por las estaciones y por el ritmo.

Yo tenía un plano de berazategui y todo estudiado. Diez cuadras. Tocamos una puerta. Atiende una mujer y nos muestra sus gatos. Luego baja el hombre con la cámara.
Yo la miro mirando el futuro que voy a capturar y la guardo en una mochila diez veces más grande.

No sé cómo darle las gracias.
Creo que no alcanza con hacerle una ensalada.
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Doscientos treinta y nueve: Pereyra

Ella me produce una admiración de torre eiffel.
Ella dijo:
- Pedaleamos hasta Pereyra (Iraola)
Era decir pedaleemos tres veces lo que vos pensabas pedalear.
Porque yo pienso poco de mí. De mi cuerpo, no me doy fe.
Siempre anteojuda.

Las zapatillas eran las de mi madre, remachadas varias veces, grises, gastadas. Las calzas de mi madre también. El casco era mío.
Ella pasó a las cuatro por mí.
Yo pensé que sería ir a tocar la tierra del parque y volver.
Pero ella no tiene límites. En la cabeza no tiene límites. Por eso yo la admiro.

Y cuando llegamos finalmente al parque, finalmente fue inicialmente porque nos sumergimos en las callejuelas de tierra y ella me enseñó a usar los cambios y saludar a los ciclistas. Me enseñó que el límite es uno mismo.
Que uno es, en verdad, infinito.
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martes, 29 de noviembre de 2011

Doscientos treinta y ocho: Ellas se duermen en los pufs

Es la primera vez. Todas las primeras veces tiemblo. Estoy frente al teclado. Ellos, las guitarras. Las chicas duermen en los pufs.
Quisiera no ser la única chica que no duerme e improvisa. Porque tengo miedo aunque no se note.
Pero ellos, cada vez que los miro, me sonríen. No sé si es cortesía o halago, pero cada sonrisa suya me devuelve la seguridad como un boomerang.
Estoy sin pensar.
Cierro la boca y la baba dentro es muchísima al acabar el juego improvisatorio. La baba es una buena señal. Es como si los tres hubiésemos acabado al unísono del silencio. Porque el silencio se oye, sólo hay que escucharlo bien.
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Doscientos treinta y siete: Sentémonos

Última clase oficial del año. Birras en el bar de la esquina a la salida.
Ganas de mear.
Ella avisa que sería mejor no usar aquel baño, pero yo igual voy. Y hay papel higiénico, hay también un olor pestilente, ácido, y una marca de rouge en la pared.
Me da asco que hayan besado esa pared, pero ni tanto.

Tomamos el último colectivo frecuente. Caminamos una cuadra. Vos hablás de ser libre. Vos hablás de improvisar.
La música nos hará libres y la noche.
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Doscientos treinta y seis: Free lance

Tirarse el lance.
La libertad, hay días que es densa como una babosa.
No debería preocuparme por la libertad.
El problema de la libertad es pensarla mucho.

Ser free lance no es ser libre es tirarse un lance, hacerse la linda. A veces, cuesta mucho. Más vale.
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Doscientos treinta y cinco: Ella está por embarcar

Ha pasado un año. Un ciclo, más bien diría. Cohabitante L parte nuevamente. Vuelvo a vivir sola. La pieza está ordenada. Hay silencio en la casa.
La casa sola.
Ni un sonido de teclas desde su pieza.
Sólo los murciélagos.
Duermo abrazada a la música. Duermo y despierto con la misma melodía. Es la melodía de un cello.
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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Doscientos treinta y cuatro: Becher

Becher es un tipo que escribió unas partituras para que gente como yo aprenda a tocar el piano y se entusiasme con cosas pequeñas y sencillas como las que les dan a gente como yo que quiere aprender a tocar el piano.

Las partituras de Becher fueron entregadas, en su momento, en forma de fotocopias sin ningún tipo de referencia al autor de las mismas.
Tiempo más tarde me enteré de que ese sujeto poseía un apellido que suena similar al mío. Y no sé si eso me entusiasmó o es que yo soy muy entusiasta.

Pero el otro día ordené la pieza y descubrí detrás de unas tapas de flores muy coloridas que yo poseía un libro del tal sujeto que debe ser del año no sé cuánto pero las páginas amarillas y ajadas dicen que desde hace mucho o muchísimo.

Pues ese libro que estaba perdido en mi biblioteca y que fue un obsequio de alguien que nunca más volví a ver, ese libro es una premonición. Sí, señor. Una premonición de que yo iba a tocar un par de obras de un tipo de apellido muy similar al mío.

Y ahora nos miramos las caras, el libro y yo, y se nos huele que nos hemos visto en otra parte antes, sino fue en otra vida.
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Doscientos treinta y tres: Azul

No sé dónde estaba mi hermana pequeña (debo referirme a ella necesariamente porque la extraño aunque no tenga nada que ver con esto).
Yo me puse el piloto azul porque llovía. Y me puse las zapatillas azules por el piloto azul. Y como estaba toda azul (y los ojos) me puse la peluca azul también. Y salí.
Me compré un libro de poesía de juan gelman en un kiosco de revistas mientras esperaba que llegara él.
La gente era mucha porque el cumpleaños de la ciudad.

Él llegó de traje y con sombrero, pero él tenía una fiesta de disfraces. Se sentó y le leí una poesía que hablaba sobre la poesía.
Unas personas de escasa edad se nos acercaron y pidieron permiso para sacarse una foto con nosotros como si fuéramos mickey mouse.
Luego se fueron y ni una moneda nos dieron.
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Doscientos treinta y dos: Los pájaros

Es terrible el palpitar del corazón justo antes de entrar en escena. Siento que se me va a explotar un globo dentro, a la altura del esternón.
Cuando todo por fin comienza, el tiempo es una estrella fugaz y el cielo son las personas que nos ven. Yo me conecto con otra voz. Una voz que está en mi cabeza y me dice:
- No puedo respirar
Y yo lo digo:
- No tengas miedo
Y ella insiste. Y en definitiva siempre un poco lo logra y se me aprieta una que otra nota o me quedo sin aire.
Siempre es así aunque podría ya no serlo.

Cada concierto dado, le gano un cachito a esa voz.
Y en el tema final, suelto los pájaros de la jaula.
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Doscientos treinta y uno: Creo que lo maté

Ella estaba esguinsada. Ya habíamos abierto una birra, pero aún no se me había dado por la motricidad fina de enhebrar artilugios para hacer aros y pulseras. Creo que bajó violento y se movía agitado de un lado a otro, si hubiese sido un pájaro capaz era poético pero era un murciélago.
No tuve tiempo de pensar en abrir la ventana. La ventana se veía lejos y el pelo largo de ella estaba tan cerca. El bicho aleteaba desesperado y yo desesperada hice estallar el vaso contra piso en un sacudón torpe.
No quería matarlo pero creo que lo maté de un toallazo rosa. No sé de dónde salió la toalla pero el brazo era el mío y de pronto, el bicho agazapado en la tela ya no se movía.
Tampoco fui muy consciente hasta que la toalla salió volando por la ventana. Los corazones se habían aquietado. Todos teníamos miedo. Ella estaba inmóvil como el bicho en el puf. Yo estaba exaltada.
Pero no tuve tiempo de hablar con dios.
Cuando volví a mi casa pedaleando eran las dos y media de la mañana. Y en cada pedaleo, yo temí que me siguieran sus padres, perdidos en la negrura de la noche.
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domingo, 20 de noviembre de 2011

Doscientos treinta: Sólo una lata, nada más

Hacía terrible calor, de esos calores que se viven en esta latitud y la corriente marina de no sé donde o la evaporación del río de La Plata, una humedad de la ostia.
Pues estábamos esperando que se me hiciera la hora de entrar a cursar, a recibir los resultados de mi primer parcial -yo estaba ansiosa, pero igualmente alegre-. Y nos sentamos, luego de ir al supermercado, con dos latas de birra de medio litro cada una, nos sentamos y la poli le tiraba un láser rojo a mi compa. Tuvimos que migrar a otro escalón, un poco más cerca de la escuela, exactamente era el cordón de la escuela, y allí esperábamos que se me hiciera la hora para recibir el resultado. Pero de un momento a otro, el medio litro me hizo efecto, increíblemente (o sería la alegría), y ya no pude entrar porque era tarde y yo ya estaba ebria, y acabé dormida en el futón de mi amiga y él me condujo en su auto hasta mi casa.
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Doscientos veintinueve: Si la semana comienza el domingo

Si la semana comienza el domingo y el domingo acaba en la barra de un bar, pues el lunes será difícilmente evitable que yo me encuentre, luego de un tour de bicis por la ciudad, bebiendo otra vez. Como si fuera saltando charcos. Charcos de birra.
No es el verano, pero ya la primavera de noviembre te va preparando para el fin de año festivo. Porque si el mundo se termina el año que viene, como dicen algunos, yo no voy a quedarme sentada al lado de la ventana para ver el apocalipsis, no señor, voy acabar como si fuera realmente una fiesta. Porque lo es. Porque la humanidad ya nos tiene hartos a todos. Empezando por el mundo. Y capaz la galaxia. Yo creo que habría que festejar desde ya y hasta que comiencen los fuegos artificiales.
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Doscientos veintiocho: Un elfo

Desalojamos aquella mesa para clavarnos en la barra un par de birras a menor precio.

(Me gustan las barras de los bares porque allí siempre hay historias si te quedas un rato bebiendo)

Al lado, cabello largo lacio oscuro nos hizo un lugar.
Mientras él bebía, nosotros conversábamos y no recuerdo en qué momento preciso
hubo algo que lo trajo hacia nosotros.
Sorprendidos lo mirábamos, su pelo largo lacio oscuro, sus ojos rasgados, su voz al hablar. Sabíamos que estábamos ante la sensibilidad de un elfo.
Cuando le dijimos, él asintió.
Yo tenía dos postales en mi bolso. Logré que ellos tuvieran una cada uno.
Cada postal tenía un haiku.
Pero para entonces ya estábamos tan etéreos que la única señal de esa existencia era la textura del cartón en cada mano.
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domingo, 13 de noviembre de 2011

Doscientos veintisiete: Navarro

Aunque a mí los viajes me den nervios, me gusta envalentonarme en ellos, sobre todo si se trata de ir de gira, sobre todo si se trata de coreutas.
Aunque el trayecto era corto y el viaje se hiciera largo, sobre todo si el viaje se hacía largo (yo adentro festejaba silenciosa que todo hubiese salido "mal" y hubiésemos tardado cuatro horas en llegar). Porque mirar el atardecer, la música encendida en los oídos, el sol por la ventana, las puntas del pie desnudas contra el techo del bus. Yo bailando incómoda invertida, ellos incómodos preguntándose qué haría bailando contra el techo del bus.
Y llegar apurados para cantar tranquilos tan cómodamente felices nuestro repertorio y que ellos se pusieran de pie para aplaudirnos y que yo quisiera llorar pero no pudiera por fuera pero sí me llorara por dentro rebosante de emoción. Todo navarro.
Bailar en el patio del ignoto sitio, bailar como si supiera, bailar de a breves cachos una danza - y mirarnos a los ojos al final, mirarnos todos, pero de a uno, mirarnos tan profundamente mirarnos como escucharnos en el silencio mientras suena todo allí afuera, pero en el silencio profundo de las miradas, estar tan alejados de todo, pero tan cerca, tan cariñosamente cerca.
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Doscientos veintiséis: Intimidad

Íntimo es estar dentro. Dentro del otro y el otro dentro tuyo. (una esfera de reciprocidad).
Cuando eso ocurre, me enamoro de la circunstancia.
No nos disculpamos, no nos preservamos. Somos una misma agua que se bebe sin medida.
Los tragos son largos pero el agua regodea en el paladar. Nos bebemos y es el mismo encanto espejado.
Se oyen las sirenas en los intervalos de silencio. Se respira el silencio. Se trama un cuerpo con otro.
Se continúa el sorbo y se desarma el tiempo.
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Doscientos veinticinco: La marca en el ganado

Golpes en la voz.
De pronto, estoy triste o enojada. No sé distinguir. Estoy herida. (Creo ser vulnerable) Estoy triste y enojada. Enojada conmigo.
He sido libre y me han hecho notar que mi libertad me separaba del resto.

No he podido volver a cantar.

Lentamente (sigilosa) me voy. No quiero que nadie me note esta vez.
Pero lloro.
Lloro la marca en el ganado.
No quiero que nadie me note esta vez.
Lentamente me voy. Soy distinta, pero quisiera ser armónica.
Me he ruborizado. La marca en el ganado.

Es que no quiero ser igual. Tampoco me sale, aunque a veces lo hubiese intentado.
Ya no me sale. Es un vicio personal: salirse de la órbita.
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Doscientos veinticuatro: ensamble vocal

Nos reunió un poco el azar, otro tanto las ganas.
Éramos tan distintos, pero sin jerarquías. Imaginate un mundo sin jerarquías.
Ensamblar es conectar. Para conectar no puede haber jerarquías.
El sonido era el material común.
Sonidos puros.
El sonido de nuestros corazones, de nuestras respiraciones agitadas.
Incluso desacompasar era musical. Porque no era necesario estar uniformes. Éramos (somos) muchas ovejas mezcladas.
El director era nuestro pastor.
Alabado seas.
La música, vos y el amor.
Comulgamos. En torno al sonido, todos comulgamos, abriendo la boca pedimos la paz.
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Doscientos veintitrés: La sinceridad

Desde que aprendí a ser sincera, me es imposible ocultar.
Ocultar es perverso, sino es por timidez.
Disculpen si me pongo verborrágica, no me puedo contener las emociones.

Dejé terapia porque era una cloaca.
Todo debe ir por el cauce que viene.

No tengo tubos de desagote. No hago catarsis. Soy sincera.
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lunes, 7 de noviembre de 2011

Doscientos veintidós: El terror

No comprendo el gusto por someter el propio cuerpo a los espasmos que producen las películas de terror. Podrían decirme "cobarde", pero a mí realmente no me interesa darle a entender a mi cerebro un conjunto de imágenes -en ambos sentidos de la palabra- no me interesa hacerme creer cosas que no existen pero igual dan miedo por la sugestión y porque el miedo es una cosa que se adquiere con una facilidad sorprendente.
Yo, por lo general, tengo miedo. Pero sí lo tengo que sea por una experiencia directa con lo que llamaré "la cosa".
"La cosa" -amor, acrobacia, primeras veces de todo, segundas y terceras quizás también-
La experiencia diferida no me parece. Claramente, me aburre.
Yo prefiero estar en contacto con la carne de la realidad, antes que desperdiciar dos horas de mi vida en un juego de sugestiones evocado por una ficción perversa. Es perverso promover que otros sufran. (Aunque deseen sufrir. Es mi moral. Nietzsche dijo que experimentemos otras morales)

No miro terror. No miro desde chiquita. No pienso mirar de grande.
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Doscientos veintiuno: Homologada

Precioso sea el día (o la noche) en el que el género no importe y yo sea simplemente un ser humano y vos seas simplemente otro ser humano, fuera del arca del tener o no tener pito que el psicoanálisis se encargó de reforzar.
Esa noche nadie tenía pito o todos lo teníamos. Pues eso no importaba porque no estaba en sí mismo ni en metáfora. Era la abolición del tener o no tener. Nada por encima, todo homologado. Éramos cuerpos distintos pero equivalentes.
Y si alguien osaba tratarme de menos o tratarme de más, o ponerme una palabra que me sonrojara por estigma ya machista bien ancestral, yo me hubiese puesto violenta como me pongo cada vez que el machismo osa supeditarme.
Pues la música -¿sería la música?- anulaba el diferencial fálico. Yo creo que la música, dejame creer, es una fe. Así estábamos, éramos tan felices, estábamos tan desnudos en un mismo fluir cada uno, pero en un mismo fluir que igualaba.
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viernes, 4 de noviembre de 2011

Doscientos veinte: Darse

¿Qué era eso de decir desde el fondo del aula "presente", desde la más lejana ausencia, desde la transparencia incluso?
Ahora es como si todo el tiempo, trabajara para estar presente. Ya nadie me pide que lo diga. Sería más sano a veces irse por las ramas de la mente, preservarse, oscurecerse, desaparecer. Pero eso no es vivir. No al menos para mí. Yo soy tajante. Corto con un látigo. Por dentro, lava.
Pero no es fácil salir, no es fácil dejar salir. Darse. Darse al piano. Darse al amor. Darse a la vida. Ala delta. Arrojo. Audacia. Darse por entero. Subirse a un techo. Mirar como el sol baja naranja, rojo, rosa, violeta. Jugar a la pelota por azar. Pero darse. Comerse una medialuna con todas las papilas. Bailar tango por azar. Pero darse.

Recibir el sonido que vuelve como un regocijo no, como otro envión sí.
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Doscientos diecinueve: El centro

No el centro comercial de las películas yanquis dobladas al español. El centro, el ombligo, el pupo, el punto. El punto es el medio de la recta. La recta es el cuerpo. Al menos, en teoría. Mi espalda es un gusano malacostumbrado.
Ella me modela el cuerpo con las manos hasta que logra una postura ¿aceptable?
Yo siento el centro. Concentro. Bajo el pecho al respirar, mi cola escapa por detrás, los hombros se suben, la cabeza adelanta. Vuelve a moldear. Camino como un pato. Recta hacia la diagonal.
La disonancia entre mi mente y mi cuerpo arroja ridículos movimientos.
Pie, relevé, relevé. Concentro en el centro. los brazos estirados en diagonal. La mirada perdida en mi cuerpo interior. Pie, relevé, relevé. Tres pasos. Toda mi energía toda, va por la diagonal. Llego al fin. Desarmo.
Creo.
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Doscientos dieciocho: Lo mantengamos en secreto

Porque la clandestinidad es una cosa maravillosa. Incluso hablar de la clandestinidad es una cosa maravillosa.
Hablemos de que se nos dilatan las pupilas por el éxtasis. Hablemos porque me encanta hablar. Sólo si el interlocutor escucha. Pero hablo de escuchar en lo profundo. Escuchar como nadie escucha ya. Digo contar con estilo propio. Digo escuchar con estilo propio.
Incluso en silencio nos decimos cosas tan ciertas. Tan emocionalmente ciertas.
Pero mantengámoslo en secreto, preservemos la especie, aquel, éste, aquél, diálogo en extinción.
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Doscientos diecisiete: Sinapsis de pedaleo

Te paso a buscar pasadas las ocho y media. Salgo con la bici linda, tengo las calzas y el cansancio, pero aún las ganas.
Vamos por la circunvalación. La circunvalación nos lleva sola. No sé si mis piernas o mis neuronas van más rápido, pero tus piernas y tus neuronas van a la par como en espejo. Y si dibujara un lápiz nuestras ideas sobre la cabeza, eso sería tranquilamente un árbol hacia lo infinito, pues quién sabe lo que sería nuestro diálogo si los músculos nos hicieran el aguante.
No podemos parar. Pero nuestros cuerpos, lentamente, se quieren ir a sus respectivas camas. Y nos llevan. Y damos tres vueltas a la manzana, a la misma manzana -la que está frente a tu casa-, para redondear las ideas. Mientras un grupo de pibes meta chupi la cerveza (se extrañan).
Vos mirás la hora. La hora no se mira. Han pasado dos. Es increíble, hemos transitado kilómetros de palabras. Como si nada. Como si nada.
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Doscientos dieciséis: Dos patos, un inmensísimo jardín

Nunca se sabe. A veces, detrás de una puerta, en la ladera de la ciudad, se esconde un jardín, dos patos, dos perros, un estanque. Mientras la tarde cae y la afinación lo mismo, y las ganas se nos bajan de las sillas, el jardín se dibuja, el sonido de los patos se ensambla con el inestable sonido y como un mantra el estudio ya ha perdido sentido porque los patos han resultado más afinados que el propio órgano. Pues ya nos vamos, se ha hecho de noche, apenas el frío y una humedad tremenda.
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Doscientos quince: Domingo sin agua

Despertamos. Doce del mediodía, pasada la aguja. Un deseo urticaria de bañarme. La grela de la noche, del baile, el sudor propio y ajeno pegado al cuerpo. Darle cuerda a la perilla del agua. Ni caliente ni fría.
Alguien -la cohabitante?- se ha gastado lo último que nos quedaba de agua en el termotanque.
Hay que ser cuidadosos con el inodoro.
Vienen visitas. Lo sé porque toca el timbre. Le digo que no hay agua, sube igual.
Sacrificamos el agua fría de la heladera para sorber unos pocos mates.
Me preocupa la sed, la mugre, el recurso no renovable.
La visita arregla una lámpara muy compleja. Yo logro comunicarme con el señor del agua.
La visita se va, el agua vuelve.
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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Doscientos catorce: Mear en la plaza, cada año

Debería procurarme el ejercicio anual de mear en una plaza pública para no ponerme seria, solemne, adulta.
Esto ha ocurrido la noche del sábado, luego del alcohol y la pelea. No contengo nada. Ni las palabras, ni el meo. Voy hasta el centro de la plaza fundacional, busco con la vista un arbusto contenedor, me interno en el verde.
Él me da la espalda, ahora ya no parece estar enojado, ahora parece mi padre, mi amigo, mi cobertura de chocolate. Y a sus pies, meo. Y ya todo se despeja de mi cuerpo, incluso el odio, tal vez era amarillo.
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Doscientos trece: La lluvia, Medea

Yo estuve todo el día a punto de llorar. Así es el período pre-menstrual. A veces hay que forzarse a llorar, sino el día es el que termina llorando.
Me interno en una obra de teatro físico. Todo lo que me sucede durante la obra es exclusivamente físico. Los pelillos electrizados, la garganta con una boa. Estoy a punto de llorar a los pies de Medea. Y no lloro pero salgo, y allá fuera todo llora.
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Doscientos doce: Jazmines

Me gusta ver la cáscara caída y tierno el corazón sobre la mesa, caliente, humeante como una medialuna, su corazón nos regaló un ramo de jazmines para cada una. Nunca lo vi tan sincero, ni tan desnudo.
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martes, 1 de noviembre de 2011

Doscientos once: El estrés

Yo solía jactarme de mi inmunidad frente al estrés laboral. Solía ir al sol mientras todo podía estar amenazando mi estabilidad económica. Creo que no quería notarlo. Capaz yo no podía hacer nada. Capaz no tiene sentido. Capaz es un mal mayor, el estrés.
Y ahora entiendo que estar tres semanas con la tos es el subproducto de haber contraído el mal. Que los mocos de las semanas subsiguientes también. Pero sobre todo, lo más triste, es la ira. Lo inmanejable de la ira, será. Mi encabronamiento que bulle a través de la piel.
Estoy harta.
Me voy al sol.
Prestame tu pasto.
Dos horas nomás, me olvido de todo.
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Doscientos diez: La complicidad

Y de pronto ella olvida mis errores en el piano, su gélida actitud se deshace y deviene una mueca cómplice al decirle que tenemos gente en común. Se afloja. Sé que para mí ha sido una estratagema para hacer olvidar los traspiés de las manos. Pero ahora en la nueva complicidad, me da que las dos somos un poco más libres. Ella para sonreír y yo para tocar.
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lunes, 24 de octubre de 2011

Doscientos nueve: Murciélago en la sinfónica

Así titularía yo si fuera tituladora.
Pero soy una humilde cronista que se toma el atrevimiento de titular así. Eso es, claramente, distinto. (?)

La escuela más fantástica del mundo, luego de mis escuela secundaria, es la escuela de arte de berisso.
Hay gente que dice que yo exagero pero, en realidad, es que soy hipersensible.
La escuela de arte de berisso tiene cosas como un murciélago sobrevolando el auditorio mientras la orquesta sinfónica municipal ejecuta una obra de schubert.
Yo me pongo el pulover como un turbante en la cabeza para que no se me prenda con las uñas la rata o, al menos, para olvidar -en ese acto- que debo preocuparme por eso.
Una vez hecho el turbante todo puede continuar magníficamente. Los músicos han notado la presencia animal pero igual siguen como un rebaño a su pastor, el señor director.

La escuela de arte de berisso tiene cosas como que tu profesora de lenguaje quiera irse con sus alumnos a tomar una cerveza luego del concierto del murciélago. Digo, de la orquesta sinfónica municipal.

Y esas cosas, a mí -que soy hipersensible- me ponen la piel como un erizo de mar.
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Doscientos ocho: Redenciones

La redención se concreta al mediodía del domingo de votación. En la esquina, vuelta y vuelta, los choris electorales. Les digo "choris electorales" y me sonríen orgullosos. Interpreto que son peronistas porque se los ve contentos y todos los que creen con fe peronista que va a ganar el peronismo se van a comer un chori.
Yo no.
Yo me contento con ir a votar y hacer apenas diez minutos de cola. No puedo tener otras expectativas. El sobre queda regordete y casi no cabe en la rendija. Pero ese es el futuro que yo deseo. El que no cabe en la rendija. El otro es una feta de paleta. El futuro que cabe en la urna.
La alegría viene al olvidar el asunto de la paleta, como quien quiere la cosa de olvidar. Viene de estar redimida del domingo de votación anterior en el que me morfé, no la paleta, sino dos horas de cola barrial.
La redención viene de ponerme la peluca azul y ponerme a cantar un tema de los carpenters. Un tema que habla de pájaros. Creo que habla de volar.
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Doscientos siete: No sé si era el perfume

Es la primera vez que voy a ver una obra de teatro que huele.
Difícil saber si olía a propósito. Lo cierto es que olía y que su olor me agradaba.
Olía a perfume o a desodorante y olía también a sudor. El tono de su cuerpo era alto.
El sujeto era versátil. El objeto era una silla. Un armario. Tres pollitos a cuerda.

Yo, que he visto tan poco teatro en mi vida. Yo, que sé tan poco de dramaturgias y de liturgias.

Yo escuché esa obra como si ofrendara todo mi cuerpo. La nariz, los ojos, la boca al respirar, las manos que sudaban el sudor de las manos del actor.

Y encarnar un poco como encarna ese cuerpo actoral cada vez que los actos se realizan, una y otra vez, encarna la desgracia y yo encarno no digo la tristeza, yo encarno el temor y la osadía, al mismo tiempo y acabo. Y cuesta despertar del sueño. Pero al despertar, me regocijo del sueño y sobre todo de la vigilia y bocanada por fin, respiro.
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viernes, 21 de octubre de 2011

Doscientos siete: Travesía nocturna en bici

Era de esas noches producto de días casi eternos. Si paraba en casa, era para quedarme. Entonces no paré y pedaleé como un caballo con antiojeras por toda la diagonal. Por todo el contorno de esa diagonal que se entierra en un verde al final.
Esta vez éramos dos pedaleadoras.
El cansancio era cosa menor. Las ruedas estaban desinfladas. La mía una de paseo, la tuya una playera.
Pedaleamos sin percatarnos ni desacato, sino como aquellas que pedalean con un inercia divina mientras se interrumpen para decir: no, decí vos. no, decí vos. Y la noche estaba húmeda. Ni calurosa ni fresca, pero húmeda.
Hasta que vos dijiste "acá" y cruzamos la avenida para pegar la vuelta, como conejos tras las zanahorias, emprendimos regreso a la posta de alcoholes.
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Dosciento seis: El post que equivale al plural

Soy de memoria frágil. Tan, tan frágil que parezco tonta. Y siempre me he creído un poco tonta, y es fácil decirlo, creo que a veces puedo serlo, aunque más que nada soy distraída.
Toda la vida fui distraída y ociosa. Tengo un mundo interior muy grande -me convencí-.
Esto es igual a decir: "estás en la luna de valencia" o "babia" o quién sabe.
Lo cierto es que hay un bache que no me atrevo a sepultar con un excusa banal ni con una excusa superpensada. El bache es de quince posts y no intento disimularlo.
Pensé que debía reconstruir mis últimos quince días, un mes sin tabaco. Es lo mismo decir que debería intentar escribir 15 crónicas en el tiempo que dura encendido un solo cigarrillo. No lo creo posible. No veo mucha ciencia ficción.´
El tiempo de una brasita no colabora con mi memoria de cristal europeo -todo lo europeo es más frágil después del holocausto-.
He vuelto. Creo que eso es lo que importa. Y un mes sin tabaco.
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domingo, 16 de octubre de 2011

Doscientos cinco: La artesanal

No sé si es el efecto de la palabra artesanal o qué, pero cuando ésta viene detrás de la palabra "cerveza" el resultado siempre es el mismo, en mayor o menor medida. Esto es: embriaguez.
Resultó que pudimos acudir a un evento histórico único. Esto es: la primera fiesta de la cerveza artesanal en La Plata.
Había muy muchas personas. Había largas colas de sedientos sujetos con vasos vacíos, ansiando llegar al vaso lleno que los esperaba al final de esas largas colas de sedientos sujetos.
Nosotras hacíamos cola tras cola, especulábamos bien. Y en ese trajín de la espera, se te iba la noche pero te venía la embriaguez como una cosa tan natural y risueña que así daba gusto acabar pedaleando y pedaleando con burbujas explotando a la altura de los ojos.
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Doscientos cuatro: Los choris de mi hermana

Yo no te explico lo mucho que me emociona verlas a las dos, mis dos hermanas, una pequeña y otra grande, ya crecidas, yendo hacia sus campos, mirando hacia sus cielos. Esas son cosas que veo sólo las noches que una de ellas asa unos chorizos y nos sentamos a la mesa y dejo de renegar de la familia y dejo, prácticamente, toda la anarquía a un costado y me pongo humana y blanda como molusco y es probable que llore, pero no lloro, porque hay muros infranqueables todavía, normas paternas, porque los chicos no lloran, porque yo creo que soy chico, porque yo debo ser fuerte. Y entonces morder un bocado, masticar como quien deja irse otra oportunidad de soltar.
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Doscientos tres: Cama adentro

Entonces él cocino para nosotras y nosotras a la mesa saboreamos carbonara. Afuera llovía a cántaros como el eco de un diluvio universal. Adentro, los cuatro sentados al sillón con una hermandad inconfundible, nos decidimos por una película.
Yo sugerí la ya vista, sólo pensaba en dormir cómodamente en el hombro de alguien próximo, apenas podría leer los títulos iniciales.

Finalmente fuimos dos las que dormimos y fueron dos los que permanecieron.
Cuando la noche hubo acabado, la solución no fue salir por nuestras camas propias, sino abrir las puertas de un sillón para hacerlo cama para hacerlo sueño para fundirse inconfundible en su magma.
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miércoles, 12 de octubre de 2011

Doscientos dos: El juego, los niños

Yo creo que el juego ha hecho destrozos su incipiente adultez.

Nos han hecho reír
y nos hemos olvidado
prácticamente
de lo más importante
o de lo que más le importara
a la santa academia.
Ellos han jugado
y han hecho de la cárcel
un circo.
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Doscientos uno: Vamos, anda

Lo sabroso que es volver luego de quebradas las rutinas
con el cuerpo de estreno otra vez,
y otra vez quejándose entre la alegría sincera
de sus movimientos
entre la poesía de las poses también
sinceras.

Agradezco cada minuto de cuerpo vivo
en lo bailado
en lo cantado
en lo bebido
y en lo reído
también.
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Doscientos: Un pez

Nunca antes tuve un amor intraacuático tan tan breve tan tan distinto como éste.
Nunca antes me miré, me miró, un pez así. Un pez, sólo ése, el resto no. Sólo ese iba y venía en sacudones y clavaba así sus ojos en mí, como si fuera su misma especie o incluso distinta pero eso nos tenía sin importancia. Nos tenían nuestros ojos como se tienen las cuerdas en el aire jaladas de los extremos.
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martes, 11 de octubre de 2011

Ciento noventa y nueve: La guardia médica II

Cuando empiezo a hacer vida normal, vuelvo de la escuela y ceno. La tos me sacude. Es como si me empujara para dentro, como si me succionara la tos. Me asusto. La sangre sube a la cabeza. Leo en internet que el dolor de pecho y de espalda anticipan un infarto. Creo que voy a morirme. Agarro mis cosas y vamos a la guardia.
En la guardia hay muchas personas. Yo toso como si se me acabara la vida. Ellos se dan vuelta para mirarme. Sobre todo dos. Me miran con cara de desubicación. Pienso si estoy en el lugar correcto.
La sorpresa de ellos es, entonces, mi sorpresa.
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Ciento noventa y ocho: La crisis

No voy a entrar en pánico. Esto estaba dentro de nuestras posibilidades. Si tuviera buena memoria al menos, podría disimularlo. Pero creo que el daño ya está hecho. No puedo reconstruir diez días hacia atrás. Puedo apenar intentar recuperar tres o cuatro y ahí nomás.
En toda vida, hay muertes. También hay resurrecciones.
Sueiro y Jesús.
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jueves, 29 de septiembre de 2011

Ciento noventa y siete: La mirada de un pez

Si hay algo que me inhibe el hambre, algo muy poderoso, es ver los ojos opacos del ser al que voy a clavarle el tenedor. Así que le pido por favor al próximo pez que ose subirse a mi plato que se quite los ojos antes de hacerlo y, preferentemente también, los pequeños dientes cónicos, y cualquier otro gesto que me llegue al corazón y me quite la impunidad con la que he comido tan dulcemente todos estos años.
Muchas gracias cardumen
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Ciento noventa y seis: Camisa de jean a cuadros

Taxistas: los mejores rankeados para el tsunami del año.

Tres animales de cabeza bamboleante, dos delfines pegados en el vidrio y un perro de peluche.

El tipo dice:
- soy humorista

El problema de creerle y de asumir eso como una verdad supuso que yo esperara que el sujeto me hiciera reír en algún momento del viaje.
Nada de lo que él hizo o dijo me dio gracia, y eso que estaba yo bien predispuesta, y eso que él lo intentó con un chiste de su repertorio.
Cuando intenté ser amable, me forcé a reír.
Nunca he sentido sonido más artificial.
Aquí me bajo.
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Ciento noventa y cinco: Reposo

Prácticamente el día no existió para mí. Excepto por la visita a la verdulería. Aprovisionamiento para la guerra viral.

He sido un cuerpo arrojado a una cama de sábanas sin ajustables. Razón por la cual, he dormido mal, entre otras cosas, porque me pone de muy mal humor que las sábanas no tengan elásticos. Creo que no he soñado nada porque la tos se ha encargado de hacerme pésima la existencia ese día. Pero de haberlo hecho habría soñado con una cama mejor.
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Ciento noventa y cuatro: La guardia médica

Como la tos persistió y mi paciencia no, fuimos con mi cuerpo a la guardia a que nos dieran una pichicata para poder dormir mejor y que mamá se tranquilizara.
Fuimos a la noche, especulando que no habría niños, ni adultos en exceso.

Había parejas mayormente.
Yo era impar.

A la espera, tosía -lejos de la gente para no asustar- y lloraba de un ojo.
De repente, alguien golpeó la puerta muy fuerte, la puerta de afuera, desesperado. Gritó: abran. Y abrieron. Y el hombre entró con un bebé en brazos corriendo por el pasillo. Y detrás corrió la madre del niño.
Y detrás, me lloraron los ojos al unísono.
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Ciento noventa y tres: La resolana

Ese domingo desperté sin resaca. Desayune tan tranquilamente al mediodía con el sol a los pies, como dios no manda por lo general.
Me rodeé de libros. Pretendí hacer algo interesante con ellos.
Estuve así todo el día, el sol bajaba por sus lomos. Iba y venía al piano. Iba y venía al piso.
Quise dormí la siesta y recordé que ya había dormido demasiado y que más me haría doler el cráneo. A mi cuerpo no le gustan los excesos de sueño.

Nos quedamos todo el día mirando crecer el verde por fuera.
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Ciento noventa y dos: Llegó la primavera

Me puse zen. Dejé el pucho y cogí la tos. Limpié la casa y patiné por el piso en patas.
Hice la cama luego de varias semanas. Me escuché la respiración.
Vino ella y trajo flores. Yo también, increíblemente, tenía.
Las probamos. Las mezclamos.
Nos reímos.
Creo que nos acordamos de magneto y analizamos un tema de madonna que decía:
el amor es un pájaro
ella necesita volar.

Primaveral!
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lunes, 26 de septiembre de 2011

Ciento noventa y uno: soy una monja

Viernes a la noche. Sigue la tos. Sigue la abstinencia. Compro muchos chocolates. Como una pata de pollo. Como cereales. Como papas fritas frías de una cadena de fast food. Todo eso en menos de media hora. Me convenzo de que estoy bien. Toso voluntariamente, como diciéndome "¿ves?, todo es culpa del pucho". Fundamentalista a las tres de la mañana.
Intento escribir. No puedo. Necesito un pucho. Pienso que no podré escribir nunca más. El drama siempre es fácil. Entonces no escribo. No salgo tampoco. La noche en el boliche sería pucho. No salgo, no bebo, no escribo, no rockeo.
Soy una monja. Miro una yanqui.
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Ciento noventa: Ángel punk

La abstinencia puede asumir formas muy extrañas. En mi caso, una gran oleada de tos ha colaborado ampliamente con mi voluntad -siempre endeble-.
La tos me ha puesto en la cama como un caracol que se retuerce cada tanto, que se sacude, que busca otra baba con la que fregarse. Así pues, ella ha venido y ha cumplido todos mis deseos como un hada madrina: jarabe y medialunas.
Y se ha quedado toda la tarde, a los pies de la cama, como un ángel, sí, como un ángel punk que iba y venía a fumarse uno que otro pucho.
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Ciento noventa: La vida desde la cama

La abstinencia puede asumir formas muy extrañas. En mi caso, una gran oleada de tos ha colaborado ampliamente con mi voluntad -siempre endeble-.
La tos me ha puesto en la cama como un caracol que se retuerce cada tanto, que se sacude, que busca otra baba con la que fregarse. Así pues, ella ha venido y ha cumplido todos mis deseos como un hada madrina: jarabe y medialunas.
Y se ha quedado toda la tarde, a los pies de la cama, como un ángel, sí, como un ángel punk que iba y venía a fumarse uno que otro pucho.
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Ciento ochenta y nueve: La decisión

Esa mañana yo llegué al trabajo con una tos muy muy fea. El cerebrito dijo: "tabaco", creo. Y yo supe que sí, ¿qué otra cosa podía ser?
¿Podía ser enterarme que tengo una fecha límite para acceder a un futuro imaginado?
¿Podía ser darme cuenta de que me gusta mucho alguien?

O el tabaco.
Y el dijo: yo dejé de fumar cuando escuché toser a un tipo que tenía cáncer de pulmón.
Y al rato,yo fumé. Pero el relato me caló.
Y esa noche, sin más, lo decidí por fin.
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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Ciento ochenta y ocho: Ataque de risa

No recuerdo bien cuándo fue la última vez que compartí la cama con dos personas. Lo que sí recuerdo es que esa vez dormí en el medio.
Estando ahora en una de las puntas, la luz apagada, el silencio total, mi panza no paró de llamar la atención. La ninia de la otra punta, había caído en suenios, pero la del medio empezó a reírse incontenible. Mismo yo, empecé a reírme incontenible también. Y así estuvimos, meta risa y espera hasta que mi panza de nuevo gruñía algo y otra vez se disparaba la carcajada con sordina. No fuera cosa de qué la desveláramos también a ella.
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Ciento ochenta y siete: El gesto

Lo escuché decir que estaba triste porque su clase de trompeta había sido puro fallido.
Parece que estudiar nos pone ansiosos, y torpes. Le dije que a mí otras veces me sucedió lo mismo. Y entonces él se regocijó.

Siempre caminamos una sola cuadra juntos y luego él ya toma su ruta. Allí le dije:
- No importa fallar, lo que importa es no perder el gesto
Y él repitió:
- El gesto
Y sonrió.
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lunes, 19 de septiembre de 2011

Ciento ochenta y seis: Como dos quinceañeras

Anoche me quedé a dormir en lo de una amiga. Dormimos en la misma habitación. Nuestros colchones eran nuevos. Las almohadas también. Pero lo más encantador ha sido que, al apagar la luz, nos develamos algunos secretos. Porque en la oscuridad, de cama a cama, la risa -la complicidad- es inevitable.
Y así, hemos caído en sueños.
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Ciento ochenta y cinco: El bailarín

De no ser por ella, creo yo que hubiese buscado la forma de ausentarme nuevamente. Sé bien por qué estaba allí y era eso mismo lo que me incomodaba como una urticaria en el cuerpo.
Todo era oscuridad y la música inquietaba. Cuando vos apareciste, temblé. Pensé en el dolor de tu mano, en el esfuerzo, en el intento de seguir siempre hasta el final. Pero vi tu cuerpo sonreír y era indiscutible.
Mi fascinación por las formas. Y todo el tiempo el deseo de permanecer y de irme porque la urticaria, el temor a que me vieras y que eso quebrara la cuarta pared.
Y entonces ella dijo, al final: quedémonos.
Y todo se resolvió dentro, como si jalara una cuerda que tan simplemente, desata un nudo. Solo verte bailar, me desata.
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sábado, 17 de septiembre de 2011

Ciento ochenta y cuatro: Tres de corazones

Eran cerca de las dos de la mañana. Él tocó el timbre y ella bajó a abrirle. Yo era no más que una pantalla, para que el intercambio entre ambos fuera menos temeroso. Ella cada tanto me miraba, de reojo, para comprobar que yo seguía estando, pero el asunto eran ellos.
Él relato su vida y en ningún momento se sentó. Ella insistió en que él hiciera un truco de magia y él eligió hacerlo con un tres de corazones. Y no fue extraño entonces que él eligiera justamente un tres de corazones porque estábamos a la mesa tres corazones. Y en cuanto yo elegí el camino de la distracción, ellos hablaron naturalmente y se fueron, como quienes se van en una noche mojada quién sabe adónde.
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Ciento ochenta y tres: La feminidad

Una,dos o tres veces al año, me enamoro de un vestido, me lo compro y me lo pongo toda una semana en mi casa -cual preparatoria- para finalmente salir al mundo disfrazada de lo que han decidido llamar, arbitrariamente, "mujer". Pues entonces yo me pongo vestido, botas y medias de red, y me siento -al menos- un payaso. Pero como a mi me gustan los payasos, así como me gusta también disfrazarme, no me importa parecer otra distinta a mí. Lo que sí me importa, y no deja de sorprenderme, es la recepción que los otros hacen del vestuario en mí. Porque parece que de repente todo el vestido le robara el protagonismo a mi personalidad tan viril, y yo me volviera "linda" repentinamente,so producto de mostrar las piernas envueltas en medias de red, piernas que a mí me cuestan moretones cotidianos casi sin excepción.
El hecho de que un vestido me ponga "linda" es una cosa bien absurda si se la mira sin mirar el contexto, donde vestido sumado a "mujer" es igual a linda, y entonces comprendo que sólo una, dos o tres veces al año, seré llamada "linda" por el resto de los mortales.
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Ciento ochenta y dos: De vez en cuando sucede

De vez en cuando sucede que el oído se me desafina hasta lo irrisorio de creer que la distancia entre vos y yo es de un semitono o un tono quizás, siendo que -en eso que llaman tautológicamente "la real realidad"- es de una cuarta justa. Un vínculo de cuarta, digamos. Cuando esa clase de cosas suceden, y por suerte me suceden como un golpe de lucidez interno- pierdo con velocidad de ferrari la fe en mí misma,leáse: mi intuición musical,vincular.
De vez en cuando sucede que estando yo tan segura de lo que he sentido recibo como un sopapo una cuota de decepción de mí misma que me hace volver despacito a la humildad.
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miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ciento ochenta y uno: Encamarse con una francesa

Tuve a la Beauvoir en mi cama una vez o cientos. Ahora tengo a la Despentes, y entonces veo la diferencia, comprendo ágilmente el recorrido. No me importa hacerme la rata entonces, y quedarme toda la tarde acostada, faltando a mis compromisos, por ella. Ella devenida libro, poesía política. Y no me pregunto por el mundo mientras leo. Y es que no leo de esta forma hace tiempo. Me apasiono, es la triada: cama, francesa y yo.
Me brotan mil pájaros de la cabeza. Quiero quedarme así, laxa, hasta el final de las páginas (y de las pajas). Hay un babeo interno y la punta de un ovillo.
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Ciento ochenta: Encuentro en el rabanito

Pueden ser más de las diez de la noche y que tu madre se haya ido luego de un fin de semana de abundante variedad gastronómica. Puede ser que sólo pueda ingerir verduras a esta altura del campeonato intestinal. Puede ser que sólo esté abierto el almacén de la vuelta, el rabanito, antro machista, sucio y caro, pero también salvador de cenas y aniquilador de sobriedades. Puede ser que alguien de atrás me diga: Bergé, bien pronunciado. Entonces, estoy segura de que es alguien que me conoce bien porque sabe que proferir bien mi apellido es ya ganarse una sonrisa fácilmente.
Con las pocas verduras a cuestas, me subo a su auto, damos la vuelta a la manzana, le devuelvo sus discos (prestados en el año 2004) y en la vereda, como dos viejas, nos contamos la vida en quince minutos. Ha sido como ayer, pero ahora tenemos más panza y todo nos parece menos ingenuo pero más genuino, pero más genuino.
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domingo, 11 de septiembre de 2011

Ciento setenta y nueve: Tarot

No es que tuviera dudas, sólo estaba curiosa.
Ella me pidió que barajara las cartas. Luego corté con las piernas descruzadas.
Pregunté y elegí dos cartas.
Entonces allí estaban: el ahorcado y el emperador.
Mi muñeca ahorcada y mi deseo que no ha parado de crecer.
Llegará el sueño tras el sacrificio. Costará. Pero un día el deseo concretado será mi imperio. La única potestad que añoro es la potestad sobre los miedos.
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Ciento setenta y ocho: Competencia de egos

Es brutal ver el desencadenamiento nocturno de una competencia de egos. Si estoy de humor, puede ponerme jocosa. Ayer no era ese el estado, sino otro, más de reserva silenciosa, de observadora que escruta con mirada nada condescendiente. Lo que sí es entretenido -aunque no sea ciertamente divertido- es ver como unos egos empujan a los otros por entrar en escena con atolondramiento. Cuerpos que estallan, voces que van subiendo sus niveles de volumen y ya todo es griterío absurdo. No hay dudas de que en ese contexto me brota el snobismo y la intolerancia. Son caníbales los egos desnutridos, la carne rebosa y se pone grotesta.
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sábado, 10 de septiembre de 2011

Ciento setenta y siete: Ligaduras

Entregar pero no clavarse. Rebotar pero salir con el mismo leve movimiento con el que se entra. Tirarse por ala delta es no dudar. Enlazar cada fragmento de un cuerpo recortado. Sentir la potencia en cada dedo como si los dedos tuvieran manitos, como si cada manito cada dedo otra manito que se aferra y salta a otra parte como un continuo infinito virtual. Que la cabeza sea para el cuerpo y que el cuerpo sea para la energía y que la energía salga y se rompa la obtura en cada articulación. Que todo el peso sea para dar.
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Ciento setenta y seis: Encontrada

De pronto luzco como la pieza del puzzle que cabe perfecta. Mi sencillez musical ya no me avergüenza. Estoy encontrada en la habitación de tres, mientras ellos desvisten las guitarras, yo desvisto mi cuerpo de temores. Estamos a la mesa, a los platos vacíos, a los ceniceros llenos, al río de tres fuentes. No me siento ya tan pequeña. Puedo estar a la altura de las circunstancias, aunque ande sinuosa, y a veces me entregue y a veces no. Todavía no del todo. Pero entonces falta tan poco para que esto sea una sola y
única corriente, un canal.
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Ciento setenta y cinco: Señora de las cajas de la cartón

Una señora amarga.
En busca de cajas de cartón de tamaño insólito.
Una señora amarga
aturdida por el tiempo
encapsulada en su rutina
de pliegos, de cortes,
responde con desmedida desidia
que lo insólito
no es imposible
pero casi, apenas,
es espeso y arrugado y denso.
Las urnas son para los muertos.
También las de cartón.
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Ciento setenta y cuatro: A vuelo torcido

A los veintiséis años, un día de septiembre, por la tarde, descubro remotamente que mi cuerpo se ha desenvuelto de un modo extrañísimo producto de todas mis represiones. Descubro que mi pelo y quizás mi espalda y también mis ojos, se han llevado toda mi atención. Pero mis manos, mis codos, mis hombros -sobre todo los de la izquierda- no han existido del todo en mi cabeza como cosas reales que debía contemplar. Descubro que el cuerpo como totalidad es recién ahora un pensamiento recurrente, un deseo malganado a costa del dolor, una tentativa de reparación tardía.
Estando frente al piano, planear con dos alas desparejas, me brota el miedo. Estoy a vuelo torcido, voy lenta como arrastrándome y raspándome, como sangrándome o desangrándome, pero vuelo sola y esta soledad es el inicio de la comunión.
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martes, 6 de septiembre de 2011

Ciento setenta y tres: Dios sol

Siempre preferí el sol por la calle, por la mañana, por la plaza al pasar. Preferí la música de la primavera, lo absurdo de llevar aún una bufanda sólo por si acaso, el frenesí en la cara.
Y el sol en la espalda como una palmada para el día. No sería tan fácil remover el lunes desde la cama si en la ventana el frío.
Pero el sol, entonces dios es el sol. Yo apenas el aire. Yo apenas partículas flotando.
Y a la noche, tras cerrar los ojos, la última luz en los párpados es la imagen de dios, el rayo, el color que rodea las pupilas.
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Ciento setenta y dos: Domingo subibaja

Iba de la cama al living, de la mañana a la tarde.
La tarde, los chipás horneados y a la bolsa, a paso lento pero musical, iba cabizbaja con el registro del sábado en los ojos. Adentro el calor. Afuera no llovía.
Arriba la gente, abajo la gente. En el medio, una amiga, un abrazo, levántate y anda.
De a poco el cielo de los ojos se iba componiendo y el cuerpo se perdía en la marea de cuerpos.
Y al final del día, un filet de merluza en la esquina. Una mirada de soslayo al piano del bar. Otra mirada de soslayo a los borrachos del bar. Yo y el filet,cuál más pescado.
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domingo, 4 de septiembre de 2011

Ciento setenta y uno: Empalanganarse las ganas

No hay otra cosa que yo quiera más ahora que un cuerpo despierto, abierto, etéreo.
Y en cambio tengo, un cuerpo pesado, bloqueado, dolido.
Y entonces soy una medusa, desparramada en la cama, llorando la sal del mar, deseando que se pase pronto, gritando por dentro como un lobo, y no hay caso.
No insistas. Hay que parar.
Pero harta.
Obstruida.
Destruida.
Toda la energía en el cuerpo
como un volcán tapado.
Si yo pudiera abrir mis dedos para que la energía corra como el agua
pero en cambio
hay algo que persiste,
es el dolor
del estanque,
la resistencia profunda desde el plexo,
pero desear más
no abre compuertas.
Habrá que desear mejor.
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Ciento setenta: Dos

Sé que somos lo mismo. La música nos despega. Ciertamente. Yo estaba tan liviana, estando tan cansada. Cantar era abolir el tiempo.
Y siendo dos, éramos lo mismo, el mismo río transparente.
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Ciento sesenta y nueve: Ecos

Estábamos como alfileres perdidos, diminutas. Yo ese día tenía miedo. Y repetía sin cesar: no tengo miedo, no tengo miedo, hasta dar con un hombre más alto o más petiso, para pedirle que escuche esa poesía, que sienta el aire en su oreja.
Y cada tanto me desalentaba, si es que no estaba desalentada ya, y cada tanto había un sí.
Solo quise quedarme con el despegue que promovió un niño, un poco más bajo que yo, con sus enormes auriculares, me creó atmósfera y él era un cuadro perfecto, su infantil sonrisa, esos cuatro minutos de música y sus ojos atravesando el descampado de los míos.
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sábado, 3 de septiembre de 2011

Ciento sesenta y ocho: Férula Kahlo

Cuando desperté esa mañana, el brazo izquierdo seguía haciéndome ruido en el cuerpo.
Fui a ver al médico. Describí los síntomas. Él dudó decirme, yo temblé antes de que hablara. Y cuando finalmente dijo: túnel carpiano, yo sentí, a la vez, el encanto de esas palabras y la incomprensión. Y cuando el dijo: Férula, yo recordé que una vez nombré a un peluche así y eso ya era una premonición.
Y cuando la férula rodeó mi carne, y el que la sujetaba tiró con fuerza, yo sentí una lágrima caer por dentro, era una nota aguda y precisa, como un grito de lamento que queda haciendo eco.
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Ciento sesenta y siete: Viene del puerto, de la isla

Me llamó la semana anterior para avisarme que venía, pero me hizo prometer que no le diría a nadie. Es difícil guardar un secreto, cuya revelación podría hacer feliz a tanta gente. Pero igualmente me lo guardé.
El vuelo se suspendió. Ella vino al día siguiente en otro. Y mis ansias, con el brazo a cuestas, lamentable, mi hicieron ir a verla.
Cuando la vi, nada me sorprendió. Era como ayer mismo. Pero ella estaba en su vida en la isla, más que nunca. Y también estaba acá, pero en su isla preciosa, era la misma de siempre pero más linda.
Paseamos. Estábamos de compras. Todo era natural como ayer y su pelo ahora tenía el aire del mar.
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martes, 30 de agosto de 2011

Ciento sesenta y seis: A una mano

La anestesia musical no ha podido contra el dolor del cuerpo. Renegué de los músculos con la ambición de que el dolor se fuera, pero el dolor sigue allí, clavado como una estaca en la pared espalda. Ha ido bajando y subiendo todo el tiempo, se ha instalado irreversible hasta ser todo lo que pienso. El dolor carcome el pensamiento. Estamos solos, mi cuerpo y yo. Es una de las pocas veces que miro mi cuerpo a los ojos y le digo desafiante:
/ Siempre supe que estabas ahí, pero quizás ha llegado la hora de escucharte
Y sus formas de llamar la atención son éstas. "Ahora no te dejo", me dice. Y realmente no me está dejando. Escribir a una mano, tocar a una mano, andar en bicicleta a una mano, agarrarse del pasamanos, como nunca, a una sola mano, ya no como quien se balancea divertida.
Me dejan el asiento. Me siento incapaz de cosas. Lo dejo colgando como si no existiera, pero al momento ya estoy de nuevo usándolo, y él gritando, y yo llorando en el asiento mi lado izquierdo siempre imperfecto.
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lunes, 29 de agosto de 2011

Ciento sesenta y cinco: Domingo a la Bartók

Mientras el cumpleaños de la cohabitante se desarrollaba estridente en la otra sala, yo me dejaba ir por el túnel que conduce a la hungría musical de principios del siglo veinte. Umbilical por los oídos. Agradecí internamente a mis padres por haber comprado aquella colección de vinilos de música clásica que cachetea violentamente el archivo de la wiki y me refriega en las narinas el aroma de antiguos testamentos enterrados.
De la inocente indiferencia y el rechazo casi total, pasé a hacer las pases metafísicas con el tal Bartók. Porque el gusto, acostumbrada me tenía la oreja. Y una oreja acostumbrada, como cualquier otra costumbre que se cargue con inocencia, es una cosa asquerosa. Es condenarse al autoencierro masturbatorio siempre con lo mismo, una y otra vez, la misma piel, la misma calma.
Pero la belleza, y ahora lo creo con más fuerza, no puede nacer de la costumbre. La belleza tiene que ser una búsqueda -como aquel interrogarse por la música, buscándole el filo al rumor-. La búsqueda tiene que ser áurea, tal y como el sol.
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Ciento sesenta y cuatro: Escalada

Observo que he aprendido cosas preciosas sin notarlo. Lo percibo al decirlo, cuando ellos caen, y yo entro a explicarles con palabras que no siento propias, una información que ha venido como en un chip inserto en mi cerebro mientras yo dormía. Temo por la soberbia, y me cuido, sería fatal arruinarlo todo con ella. Pero al menos lo rotundo de mis palabras les ilumina la cara de comprensión, lucidez que no podría ligar a veracidad, lucidez que ellos mismos se forjan tras la caída de fichas.
Una tarde lluviosa fuera, adentro el mundo se compone de escalas mayores. Escalamos juntos el aconcagua de la música.
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sábado, 27 de agosto de 2011

Ciento sesenta y tres: Armonía

Toda la vida creí con absoluta convicción que era dispersa. Que mi dispersión era pereza, que mi pereza era aburrimiento, que el aburrimiento era indómito. Pero he podido sostener la atención hasta el final del día, de un día que empezó cuando salí del trabajo y pedaleé con el frío y me quedé esperando la hora justa para beber después, a sorbos, un té de jazmín. Para sucumbir ante las palabras que salían como pájaros de su boca, para comprender cabalmente todo. Donde todo es esto, tan pequeño y tan profundo, como el sonido. Y luego los pájaros se vinieron conmigo. Debieron ser mis ojos, su fijeza al mirar se impregnó de vuelo. Debió ser la atención sostenida como un hilo en tensión, como esas tacitas de plástico que solo comunicaban si la tensión estaba. Y sobrevolada con esos pájaros me pasé la noche tan liviana y etérea como nunca, tan armónica la noche tras el concierto del ruso boris que llevaba pájaros también pero de a bandadas por el cuerpo, le iban saliendo por las manos como en un shock eléctrico. Con la natural capacidad de volar, que es entregarse al aire con la total confianza de ser aire.
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Ciento sesenta y dos: El aire puente

Estábamos por salir. Yo prendí dos cigarrillos, fumé uno detrás de otro. Por el miedo. El miedo por la hostilidad del mundo. Era un prejuicio. No lo sabía bien.
Salimos con el tubo colgado al hombro y no tardé mucho en solicitar una oreja. Era saltar, ahora o nunca, pero no dudar jamás. Con la seguridad de la que pide lo más obvio. Sólo necesito tu oreja y apenas un poco de tu tiempo, solicité. Y él, al final del poema, además de sonreír recibió mis palabras ansiosas, ahora sonoras que decían: sos mi primera vez.
La euforia crecía con cada oreja, con la repetición de los poemas sin balbuceos, crecía como crece el corazón necesitado ante un abrazo, se ensancha.
Los rechazos no me debilitaban, me nacían ramas por todas partes flores. Porque la belleza de la emoción, de la emoción compartida, hace fugaces todas las estrellas; pero el rastro queda impreso en cada vida que despierta tras un poema.
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miércoles, 24 de agosto de 2011

Ciento sesenta y uno: Ciudadano de Berisso

Cuando me subí al taxi y él preguntó "por la 66", yo dije sí sin saber bien lo que significaría.
Y cuando efectivamente estuvimos "en la 66", él entonces dijo si yo alguna vez había ido por "la 66". Y yo que no, y él, que esto parece la entrada a Córdoba.
Él, que vivió en Córdoba dos años y medio por una mujer, pero que también La Rioja por una mujer y que también Tilcara por una mujer. "Pero esa se me enamoró y los padres me ayudaron a escapar". Y yo: vos naciste en Córdoba. Y él: Yo soy ciudadano de Berisso.
A él le gustaba viajar solo, solo con Dios, porque él no bebe, no toma drogas y se ha casado. Porque él es evangelista, dice. Y que una vez, estando en Colombia, fue a un recital donde estaba Fito Paez y Alejandro Sanz. Sí, dijo, en el mismo recital. Pero no estaba sorprendido, estaba dios.
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Ciento sesenta: Los filipinos

Más temprano, en el teatro, nos habían dicho que era solo con invitaciones de la embajada de Filipinas. Pero más tarde, a esa hora en que la terquedad es casi irritante, fuimos igualmente y conseguimos nuestras entradas gratis.
El director del coro explicó en perfecto inglés el repertorio y se sentó en la perfecta medialuna de coreutas en espejo. Y cuando ellos empezaron a vibrar, no corrió demasiado tiempo hasta sentir que lo que vibraba no era sólo su voz, ni su cuerpo, sino la sala entera (las cuarenta personas que éramos,en una sala de una capacidad de 260).
La profundidad de la entrega de esos sujetos como canales de la humanidad, no cabe en la lágrima que se me cayó. No cabe en nada. Ni siquiera tengo capacidad para ponerle palabras o expresiones en la cara, no me alcanzan los recursos físicos para hablar de la metafísica de ese canto.
Sólo diré lo que ya se sabe, que la música es universal, pero más universal es el sentir.
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lunes, 22 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y nueve: Empacho

Ahora mismo debo estar empachada. Recuerdo que mi viejo me curaba el empacho tirándome del cuerito hasta que sonara. Recuerdo que era una sensación como el calambre "agradesagrabable" (J.C.).
Hoy me comí en total más de 10 salchichas. Salchichas con puré, salchichas en pancho, salchichas cortadas en pequeñas rodajas con mostaza. Hoy me comí varios alfajores de maicena, más de 4 medialunas, una porción de tarta de coco y dulce de leche. Y confituras saladas varias, con una fuerte impronta de papas fritas. Y pedí chipá por un wokitoki y al rato cayó el chipá.
Bajé todo con mates lavados y urdí buenos tragos de cerveza. Me sentí en un cuadro de botero y quise cantar mientras pedaleaba el aria de una ópera. Y tuve en mi cuerpo, el impacto de mil recuerdos entremezclados. Y me fui a la cama, como una niña desgastada por un cumpleaños.
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Ciento cincuenta y ocho: La poesía por un tubo

No sé si es el aire cálido que llega a la oreja en pleno acoso del invierno, o es la ternura de la que frunce labios para que todo el poema quepa en un pequeño tubo, no sé si es que la noche estaba desierta y yo estaba apagándome, si es que yo estaba turbia, sombría, lejana; o la sensibilidad de mi oreja; pero seguro un puente horizontal que cruzaba de boca a oreja, a oreja de ojos cerrados, a sonrisa que se expande tras el final de un verso, a intención corazonada, a lágrimas por dentro. El susurro se cuela irreversible entre la costa de ecos y ya no hay nada que hacer con él, pues adentro ramifica rezos.
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Ciento cincuenta y siete: Perder la nariz

Ese día salí con ira, pero cargué la nariz en el fondo del bolso. Nariz de gomaespuma, nunca se sabe. Sabía que sabiéndola conmigo todo podía llegar a ser más etéreo (o hiperreal o surreal). Una nariz roja como mi corazón rojo en el fondo de un bolso, del caos de los objetos que acumula el tiempo en sumatoria.
Pero todo el tiempo estuvo saliéndose tras distracciones, saltaba al piso, a la nariz de otros, de nariz en nariz la nariz andaba. Y en otra distracción, algo más penosa por ansiosa locura de las seis de la mañana, me fui corriendo del bar. Y luego él me contó que ella no quiso irse del baile, que en vez estaba montada a la nariz de un desconocido que se ufanaba del encuentro. Él se la quitó y la guardó. Él tiene mi corazón perdido en comodato.
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viernes, 19 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y seis: Extinción del arcoiris

Recuerdo haber aprendido que el arcoiris nace de la combinación de la lluvia y los rayos del sol. Pero hace un tiempo que dejé de creer en ese recuerdo.
Hoy yo iba en mi bicicleta, anonadada en la música y el pedaleo, mientras llovía y salía el sol a la misma vez. Miraba hacia arriba y el cielo casi despejado, celeste turquesa, no mostraba ningún arcoiris. En cambio el frío era un tiranosaurio rex que rasgaba la ropa al andar.
Todo el día anduve buscando el arcoiris, pero sólo lo encontré dentro, mezclado entre la ira y el entusiasmo, núcleo poético.
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Ciento cincuenta y cinco: Érase Kapocha

En el envión de bebernos unas cuantas cervezas en vasos de tragos largos, coincidimos en "mover" hacia el lugar más próximo con karaoke.
Cuando arribamos, yo pedí el karaoke y ella dijo: tienen que consumir.
La lista de temas que apenas recuerdo esbozaba: arjona, raphael, cumbias varias y pachangas de muy diverso tipo. Él cantó: Dime que no. Y nosotras: Signos, de Soda Stereo (aunque el animador de la fiesta había prometido: canción animal).
Tras el canto que fue escueto pero abrumadora la voz del último cantante haciendo vibratos sobre una de robbie williams, se habilitó el baile. En una oscuridad típica de bares de mala muerte, las mujeres presentes bailaban y bamboleaban de a pares en torno del caño. Luego soltaron las fieras y se armó la pachanga.
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Ciento cincuenta y cuatro: Compra de pelucas

Al anochecer de los húmedos días que se viven, fuimos a comprar pelucas de colores al cotillón más próximo y ambicioso en variedades. Las pelucas estaban dispuestas sobre una pared, embolsadas, con imágenes de modelos chinas. A las chinas de las imágenes todas las pelucas les quedan bien porque esas pelucas no son las que están dentro de la bolsa, sino otras creadas a tal fin con fotoyop.
Ella insinúa pedir permiso para sacarlas de las bolsas, yo digo que no. La pregunta aviva el espíritu represivo de cualquier empleado de cotillón para niños.
Empiezo a probármelas y observo entristecida en el reflejo lo mal que me sientan todas. Hasta que se acerca el empleado de cotillón y dice lo que finalmente se espera que diga. Esto es: "NO PUEDEN PROBÁRSELAS, CHICAS". Nos arrastra hacia un muestrario de pelucas dispuestas sobre modelos peladas. Las pelucas no son las mismas que las de las bolsas, por lo cual es un absurdo probarse esas pelucas. Pero igual las probamos. La de la corte inglesa me queda perfecta, rulos blancos sobre los hombros caen. Eufórica voy hacia las bolsas y confirmo con decepción que ninguna es semejante.
Yo me llevó un carré azul, ella una melena amarilla. Y a la salida, con nuestras pelucas puestas, nos bebemos una botellita de chocolate con whisky cada una.
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Ciento cincuenta y tres: Columna vertebral

No es casual que yo cargue una escoliosis y una cifosis en la línea que traza la organización de mis huesos. No es casual porque siempre estoy yéndome por las tangentes. Tengo esa tendencia a torcerme, inevitablemente, por un hábito que se presenta bastante irreversible.
Pero esta es la primera vez en mi vida, y para mí es larga mi vida como mi columna, la primera que voy a hacer un esfuerzo por algo realmente importante para mí misma. Todo me ha resultado tan fácil, como siguiendo una inercia natural, me he dejado llevar por la escritura como quien no quiere la cosa, y por la academia, la intelectualidad sin vértigo alguno. Sólo el deporte me invitó al esfuerzo y por eso, siempre lo dejé. Todo lo demás está cargado de un facilismo atroz.
La música a los 26. Un oído claro es algo, pero la técnica me requiere el esfuerzo y acarrea resistencia. Esta es la primera vez en mi vida que estoy esforzándome verdaderamente y el obstáculo, la dureza de mi cuerpo, no me frustra. Esta es la primera vez que el deseo no desaparece tras el llanto.
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lunes, 15 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y dos: Huevitos

Si el día tuviera una inflexión (y a veces la tiene), la de hoy sería la concreción de la compra de dos huevitos violetas postfeministas. Agitadores de bolsillo o de cartera, estos "shakers" me han renovado el gusto por el ritmo, el ritmo que se ritma en las esperas de colectivos, de gentes, de anhelos.

Cuando me urgió el deseo de tenerlos (a mí los deseos no se me instalan, me urgen) rastreé los precios en internet y prontamente los olvidé. En otro acceso del deseo, pensé cómo es que iba a pedírselos al vendedor, porque la frase: ¿Tenés huevitos?, no me parecía pertinente.
Tanto así que debo haber estado dos semanas, entre pensando y postergando, para decidirme finalmente hoy a atravesar la ciudad para acceder al maravilloso mundo del sucundum portable. Y una vez allí, pedí cuerdas, pedal y luego dije: "de esos huevitos", sin señalar tal o cual cosa, sino un impreciso "esos" (ni los tuyos, ni los de él) y el vendedor entendió perfectamente que no se trataban de los suyos, de los propios, ni los ajenos, sino de un simpático producto que viene por dos y que cuesta doce pesos. No da dolores en la entrepierna ni cría espermatozoides.
Ahora yo tengo mis huevitos.
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Ciento cincuenta y uno: Domingo electoral

Prorrogué lo más que pude. Cuando fui eran las cuatro, cuando volví eran las seis. La tarde estaba soleada como poco solea hace mucho. Libro, Música, DNI y resaca a cuestas. Mis ojos buscan la fila y me enfilo. No parece ser una fila infinita (pero secretamente lo es). Tengo a Susan en el bolso y un piano en los oídos. Leo como hace semanas que no leo. Estoy obligada -felizmente- a leer de corrido, y a avanzar cuando el rebaño avanza. Leo y marco, cada frase que leo contradice las frases que oigo en un intervalo sin auriculares.
Cuando estoy a punto de llegar al cuarto oscuro, desmonto el dispositivo evasivo y hablo con el tipo de atrás. Bah, él me habla, me dice: Te envidié todo este tiempo. Sé que no lo dice por la Susan, ciertamente no la ha visto. Lo dice por el dispositivo (libro y mp3). Entrecorta las palabras. Está feliz igual. No dice porqué pero yo en su cara estimo una felicidad tan simple que contradice todo lo leído.
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Ciento cincuenta: Veda

En la veda, la abstemidad es pecado.

(Supe por el kiosquero que él respondería a los golpes en la puerta entregando la bebida correspondiente)

Son las tres de la mañana. Partimos, las tres, hacia la imprecisa coordenada. Son las tres y media, probablemente. Estamos frente al portón de un garage, oímos la música, golpeamos, volvemos a golpear. Nos entra apenas pánico. (Habría otras fiestas clandestinas). Nos abren.

Tres autos. Un taller mecánico. Luces y lasers. Veintipico de personas, no más. La música apesta (y lo sabemos antes de entrar, pero no nos importa). El alcohol es gratis. Hay un tubo de calor.

Todos son amables. Hay alcohol gratis. No se oye la veda. Entonces bailar como si fuera la última noche. Un círculo de diez personas, no más. Todos son amables. Bailar, como si se acabara el mundo. Beber, como si fueran últimos tragos, cada uno.
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domingo, 14 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y nueve: El niño que se comió un pez

Esa noche pedí sushi. El buen sushi que supe conseguir otras veces, esta vez era un recuerdo que devaluaba el presente del sushi en la boca.
Haciendo el ritual de los palitos de bambú, perdiendo el equilibrio de la pieza de vez en vez, al niño el sabor del pescado le hizo recordar que aquella vez, cuando estuvo de pesca horas y más horas y sólo pescó un pequeño pez, se lo comió recién salido del agua, entero como venía y masticó su vida, como si no valiera nada. Pero todo el día tuvo el sabor de su muerte, y le sigue hasta hoy, despierta tras el sushi. Llevará esa muerte siempre a cuestas.
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sábado, 13 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y ocho: El boicoteador

Puedo levantarme por la mañana, trabajar todo el día y estar de corrido a punto de estallar, caminando por una cornisa y a la primer furia saltar como un puma al cuello de alguien.

La víctima: un coreuta.
El motivo: no le cabe nada. Dice tener problemas consigo mismo y los resuelve, con su mochila colgada al hombro a punto de irse (¿pero por qué no te vas?), en nuestro último ensayo.

(Ya venía yo acumulándole broncas. Sólo necesitaba ciertamente una buena excusa)

Y él insiste con invocar los pormenores negativos, aunque no sabe, no sabe casi nada, pero no quiere, pero no deja, y arrastra con su malestar a una jauría de entusiastas, y aplasta. Tengo su cara en mis córneas ahora mismo, mi brazo se tensa como invitándome a pegarle, pero le pego con la palabra hasta que chorrae su sudor como una gota gorda por su espalda. Pero no tiene miedo. Está envuelto en sí mismo, catapultado hacia al mal. Es el mal. Es el boicoteador.
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Ciento cuarenta y siete: Epidemiología

Prácticamente mi existencia se ha convertido en un cuerpo anquilosado sentado frente a una máquina consumiendo números de más de 5 dígitos referidos a muertes y enfermedades. Tengo en mi cerebro un mapa del estado de insalubridad generalizado. Pienso: la humanidad no es un buen lugar. La tasa de fertilidad baja y yo colaboro con bajar la tasa promedio, renunciando completamente a traer un niño al mundo, un mundo en el que la mayoría de la población muere por insuficiencias en el corazón. (Eso ya lo sabía, por eso se sufre tanto por amor). Es que sí, en este país, el corazón callado cunde y el no sentir es hábito. La insensibilidad te mata, la sensibilidad también, pues no te dejan, la vía libre al corazón.
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jueves, 11 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y seis: El ego de los artistas

A veces pienso: debo decírselo.

¿La madurez podría medirse por el nivel de decepciones?

Y no se lo digo, más bien me voy por mi cerebro cuando aplasta el ego del artista.

Él se ha sentado, tirado hacia atrás y ha empezado a hablarme de todos sus logros y futuros promisorios.

No pude calcular el tiempo que estuvo hablando de sí mismo, pero mejor que no lo hice, porque eso hubiese incrementado la decepción.

La gracia de los museos es que uno no conoce personalmente al artista.
La desgracia de algunos artistas, su ego.

La próxima voy a decírselo.
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Ciento cuarenta y cinco: música en japonés

Encontré un patrón encantador en mi gusto por la música contemporánea, japonesa, en piano. Un patrón que es el obstinato mismo. Obstinato que me obsesiona, y habiéndolo escuchado una enferma cantidad de veces, he hundido mi carne en el sonido, toda. Mi hombro, su queja ahora despierta, sólo el izquierdo. Podría insistir todavía más y tocar hasta dormirme. Pero no soy buena. Soy simplemente muy entusiasta y volátil.
Me desgarran algunas cosas, hechas con sangre.
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domingo, 7 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y cuatro: Domingos de consumo

Me desperté enumerando todo lo que odio.
Habiendo hecho la catarsis pertinente, la ducha haría suya la catarsis del cuerpo.
Pulcros los estados, rota la cabeza -pero limpia, sí, muy limpia- el pedaleo me alcanza hasta el bar. Soy la fractura. Estoy en una cinta donde la gente se desliza, a montones, para consumir. Y empujan (pechan), se resisten a los cuerpos, se clavan frente a las prendas, se emocionan con las liquidaciones, se desesperan, sí, son mujeres desesperadas. Abrazan la ropa con un fervor que me espanta. Yo me someto a la manicure, solo porque ella me cae bien y creo que le apasiona, aunque también le apasionara el canto lírico. Ha descubierto mi clave de fe, y con ella, yo descubrí su secreto, el núcleo de su neurosis.
Sólo está mi cuerpo como una delgada línea floja, que ondula cuando la ola de mujeres empuja. Tengo una prótesis colgando del cuello. Una prótesis de la memoria visual. Me siento fálica cada vez que mi ojo estructura un cuadro. Soy la antípoda de ese género que devora moda.
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Ciento cuarenta y tres: Encontrarse

Pedaleo con un grupo de militantes pedaleadores. El sol nos sigue al compás de dos por cuatro, hasta que el frío nos obliga a meternos en una casa en una conversación en unatardecer de invierno.
Estoy atenta a este río caudaloso, me dejo llevar por su corriente. Es la corriente de los que corren tras sus deseos. Hay un gusto exquisito en lo genuino. Hay en mí, a pura y sencilla intuición, un recorrido lúcido. Estoy segura, estoy arraigada en un trance perceptual. Todo lo que está aquí, cada decisión tomada es tan acertada, cada signo una confirmación. Me he labrado.

Estoy encontrada, y eso, ha devenido encontrarse con los encontrados, como si cada uno de sus hilos (ahora están, mañana quizás no), cada uno, este tejido. Me he labrado en la oscilación entre el azar y la voluntad.
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Ciento cuarenta y dos: Abolición de cabeza

Todos los fines de semana sin falta suscribo a la abolición de cabeza. Si los fines de semana comienzan los jueves por la noche, como el lento transpirar de los vidrios en invierno, duermo cuatro horas y con eso subsisto. Mínimo de energía indispensable para trabajar como autómata, abolida pero no muerta, cuerpo en tránsito de aquí para allá. Si hay suerte de mi lado, puedo dormir siestas tardías restauradoras. Vivir quizá como se vive una vida donde se hace lo que se puede para que todo quepe en una sola vida. A contramano de vidas que se viven como si fuesen infinitas. Una vida en desuso, nihil, una vida ni, es prácticamente una muerte.
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viernes, 5 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y uno: Pastelitos

Sopaypilla los llaman en el lugar de donde vengo. Aquí simplemente "pastelitos".

Por la mañana, asistí a una reunión donde había pastelitos. Mi cerebro era un pastelito, pero esos pastelitos tenían grana de colores. Acepté uno sin dudar. El contraste entre el ácido membrillo blando y el dulce sabor crujiente de esa masa, me pone fácil las cosas.
Intenté comerlo haciendo el menor desacato posible. Una a una, cada una de sus hojas sobre una servilleta donde iba creciendo transparente la grasa. Hasta que me animé a llevármelo a la boca. Clavé los dientes con toda seguridad y cayeron migas como lluvia.
Oh vaya sorpresa, el sabor dulce de la batata almibarada, me desarmó. Porque la grana, la grana ha sido siempre un indicador del membrillo.
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miércoles, 3 de agosto de 2011

Ciento cuarenta: Berisso

Me gustaría que todo el mundo fuese como Berisso. Todas mis experiencias con Berisso son agradables (la palabra agradable es agradable). Extraño ir a Berisso en alguna de mis bicis. Últimamente solo voy en colectivo. Hace frío. Hoy dicen que nevó. Yo estaba absorta en una computadora, trabajaba. Pero a la noche, Berisso, el frío qué me importa. Si llego y todo es siempre otro tiempo. El mismo frío, pero otro tiempo, entendeme.
Hoy fui a un kiosco. Sabía los nombres de sus dueños. Entonces, cuando yo dije: Anahí, ella sonrió. Y cuando dije: boliche, también. De esos kioscos que tienen de todo, pero no a la vista. Solo a la vista de quienes lo habitan. Pedí esas golosinas que te explotan en la lengua y ella dijo: Sí, 30 años hace que estamos. Imposible no tener de esas golosinas que te explotan en la lengua.
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Ciento treinta y nueve: Ensayar

Dícese de poner a prueba o entrenarse.
Nunca he estado más cerca del deporte.
Si ensayar es, entonces, entrenarse, el deporte del arte ha de ser el único deporte que alguna vez me motive a agitar el cuerpo, por la consagración estética, por la sensibilidad poética.

¿Cuál es el fin del deporte?
¿La competencia? ¿La adrenalina? ¿El esculpir un cuerpo? ¿La superación?

¿Cuál es el fin del arte?
Sentir.
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martes, 2 de agosto de 2011

Ciento treinta y ocho: Washing-machine

Cuando llegó, me le acerqué pero no pudimos establecer un diálogo. Nos mirábamos, y entre los dos, un abismo. Llamé a varios terapeutas que nos hicieran las cosas más fáciles, pero la ansiedad es brutal. Luego llegó ella, se sentó a sus pies -yo escuchaba embelesada su diálogo silencioso- y al rato dijo:
- Ya está.
Todo era fácil de pronto, tan sólo poner la ropa y contemplar los giros. Tan solo esperar una medida de tiempo y anticiparse al final con el aroma que perfuma toda la casa.
Ahora escucho su rumbo dinámico mezclado con las melodías de la mañana, y todo es encantadoramente pulcro.
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domingo, 31 de julio de 2011

Ciento treinta y siete: Puentes

El trazo de la noche, trazó un puente.

Soy sensata si soy comprensible si conecto soy comprensible si soy sensata.

Tengo un domingo tan satisfecho
aunque mire para atrás
y sea estado gaseoso de recuerdos.

Este domingo sí, no me equivoco
se llenó de puentes.
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Ciento treinta y seis: Chipá

Tengo tan pocos recuerdos, creo que podría contarlos un día cuando obsesiva me agarre la manía de calcularlo todo. Pero entre esos pocos recuerdos, tengo un átomo.
En ese átomo, tengo la textura de la fécula de mandioca en la mano. Aprieto la bolsa una y otra vez hasta que la arranco.
Camino, evoco, de la textura en la mano al sabor en la boca, el chicloso encanto de masticar chipá. Digo Chipá y es decir Padre.
Tengo a la altura de los ojos de mi recuerdo, sus manos que amasan con queso la escurridiza fécula. Cocino para no olvidar lo poco que me queda de él.
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Ciento treinta y cinco: I´m zombie but I´m happy

Como si el cuerpo automático fuera con sus últimas fuerzas al destino de una sala de niños de una obra de cuentos, como si yo fuese un zombie que arrastra pesado su cuerpo, como si el cuerpo no fuese algo tan imprescindible ahora y ya con el residuo de haber dormido tres horas me bastara para acabar en un bar a las 5 de la tarde entre tostados, amigos, cerveza, como si luego aún pudiera seguir hasta una librería y ya, todo causándome una gracia tonta, pero flotando como en un film tan tenue,
y el frío raja la cabeza, hasta la almohada me lleva, para restaurarme pieza a pieza.
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viernes, 29 de julio de 2011

Ciento treinta y cuatro: La Comedia

Siempre he querido que el teatro me guste. Sí, por snob. Me sometí a algunas obras, torcí la cabeza para ver si fallaba mi perspectiva, hice análisis profundos sobre el sentido y no. Resultaba que no tenían sentido para mí pese a que terca lo buscara. Decidí que el teatro sería un rubro inabordable, decidí que el teatro sería como un dios que no entiendo pero todos dicen que existe.
No obstante ayer, asistí a una obra. Quise no saber nada, no anticiparme, no estrangularme en la búsqueda de un asidero. Y fui. Y me senté en la primera fila para poder irme rápido si todo se ponía gelatinoso. Y empezó rara.
Los actores sentados a una mesa, leían. Una cámara abordaba sus gestos y los volvía enormes, lo sutil gigante. Sus manos, de vez en vez, jugaban los textos. Una barbie, un bebote deforme, unos soldaditos, unos naipes. Sarmiento sacaba la lengua por el hueco del billete de cincuenta.
Y reírse. La absolución del tiempo. El arte como la muerte del tiempo. La atención precisa en cada detalle. Me excitaba el sobre estimulo. Una manía tan grata por deshacer cada coágulo de potencial obviedad y volverlo absurdo, pero un absurdo sensato. La confirmación de la risa que se escapa de la boca y por favor que no termine nunca porque hallé el teatro.
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Ciento treinta y tres: Sincronizar

Cuando era adolescente, me sumé a esa clase de cosas de las cuales uno después se avergüenza, de "grande". La adultez vendría a ser una especie de "rescate" de "lucidez" que desagrega el pasado y filtra las infinitas posibilidades del futuro. Ahora bien, cuando yo era adolescente asistí a clases de aerobic. Aquellas clases, además de ser aburridas por reiteradas y robóticas, eran el meollo del problema que hoy sigo padeciendo. Léase: sincronización.
(Solía ser de aquellas personas que hacen prácticamente lo contrario al resto, pero sin ningún tipo de intención revolucionaria, sino por mera incapacidad de poner en línea el cerebro y el cuerpo)
Hoy, así adulta como no me quiero, reincido en las tareas de sincronización asistida. No con mayor éxito. El desafío es percutir con cada mano un ritmo diferente, usando cada ojo para leer la línea de cada mano. Podría ocurrir que el ritmo total que surge del doble golpe sea casi agradable, pero siempre está lejos de ser el que dicta el asistente, la partitura, mi cerebro. Una brutal inconsecuencia que me hace pasar por rebelde en el mejor de los casos.
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martes, 26 de julio de 2011

Ciento treinta y dos: Siesta de Poe

(El título es préstamo de un diálogo del día. No es enteramente mío)
Renegando de la vigilia, monté una siesta apenas transcurrido el mediodía. Tenía malestares varios, pensé que la siesta era el remedio para todos.
Toda siesta incluye el babeo. Babearse es algo hermoso, siempre y cuando no haya otras víctimas del babeo, distintas a mí.
En la siesta tuve varios sueños. En el último, yo veía por la pantalla de un celular ajeno cómo una mujer era golpeada y violaba, mientras tanto el teléfono sonaba en un cajero automático.
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Ciento treinta y uno: La fantasía

La felicidad es algo estúpida. No tengo motivo. Río, sonrío, río. Es fácil como todo lo que se veía en sprayette. Ya no tengo tele, ya sprayette quizás no exista.
Apenas se me asomaba una bronca, yo la domesticaba junto al malhumor, se ponían de rodillas y agachaban la cabeza. Buenas mascotas, buenas y obedientes.

Soy una hoja de otoño. Hay viento. Hay lluvia. La hoja va como por arte magia va, volando, de aquí para allá. Cae en el cine. En el cine están sus amigos y David Bowie y Escher. "Las cosas no son como aparentan" dice Jennifer Connelly. Yo le creo todo a la fantasía. Pero la fantasía es maleable como la hoja. Entonces, todo es sumamente maleable. La felicidad es un metal flexible.
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Ciento Treinta: Metonimia

La parte por el todo. Partir también es una forma de callar.
Si el domingo hubiese aparecido de otro modo, más esperable, inaguantable domingo,
y a fin de cuentas es tan grato estar aquí que debo procurar el silencio para poder ver bien qué esto también es real. (Sí, el silencio no es un agujero. El silencio es algo que se da entre otras cosas. No es ausencia del sonido, no, el sonido es quizá la ausencia del silencio. Nada podría ser completamente cierto. Alguno de los dos, estaría mintiendo)
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lunes, 25 de julio de 2011

Ciento veintinueve: Vagamente

Abro los ojos a las cinco de la tarde. No hay moros en la costa. No hay costa. Está la cola del sol apenas yéndose. La luz se va corriendo de mis pies, yo voy corriéndome hacia la luz. Y al fin, desaparece. Yo entonces pinto el gato maneki celeste para que se me cumplan todos los sueños celestes esta noche.

La noche. Ellas vienen a casa y yo creo que no voy a salir pero siempre en definitiva salgo. Y salir es bailar y bailar es hacer el tiburón entre la gente y alguna que otra performance espontánea graciosa, lo que se nos venga en ganas como por ejemplo: saludar afectuosa, alegremente a un desconocido que, a su vez, sonríe y me dice: te recuerdo vagamente.
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sábado, 23 de julio de 2011

Ciento veintiocho: Relatividad

En el avión. La azafata nos aturde por los auriculares. Miro a mi compañero de asiento, se sonríe cómplice, mientras se quita los auriculares, me dice:
- ¿vos hacés música?
- no, estoy aprendiendo a tocar el piano. Empecé tarde.
(y luego el tema de los padres, de la devaluación del arte y él, "economista")
Y no obstante, seguir como quien se deja ir por un río de palabras, nos íbamos los dos. Él, Rubén, 50 años promedio. (Pensar que podría ser mi padre y aunque admite conocerlo, él no es mi padre, ni se comporta como tal)
Entonces, hablar del desarraigo, otra vez el arte, la escritura, los poemas, los hijos.
Tan genuino.
- Es realmente mágico lo de los aviones, ¿no?
- Sí, ¿Vos sabés cómo funcionan los aviones? ¿Querés que te cuente?
(y yo) - Sí, sí (ya eufórica)
- Principio de sustentación.
Luego siguió con Stephen Hawkins y la historia del tiempo.
Porque el tiempo: tan solo en una hora y media.
Porque el espacio: De San Juan a Buenos Aires.
Porque la relatividad: él podría ser mi padre, pero es tan dulcemente un ser humano.
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Ciento veintisiete: Líquido

Aquel día busqué la corriente y no el estanque.
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miércoles, 20 de julio de 2011

Ciento veintiséis: Pare de sufrir

Trabajo en vacaciones, pero no me estreso. No me estreso porque realmente no estoy concentrada, porque realmente estoy pensando en otras cosas (me han prestado algunos libros, me han contado cosas, he comido fuera, he paseado -Estoy sufriendo-) De a cortos intervalos.
He tenido una tos aguda, igual he querido fumar y he fumado y he estado peor y ahí sí he parado de fumar un poco.

Pare de sufrir. Sufro tos, desamor, abstinencia. Cuando todos salen, abro una cerveza. Pero no es lo mismo. Sufro, lloro, puteo, bebo, bailo. Me alegro. Puedo quedarme debajo del agua hasta que se acabe la caliente del termotanque, mientras la cerveza se calienta, la pieza se enfría. Sufro de nuevo, pienso. Leo un libro de autoayuda en silencio, la copa al lado. Bebo. Veo películas. Tres al hilo. Toso y creo que voy a morirme. Esto ya lo he pensado muchas veces y aquí estoy, pienso.

Lleno una bolsa de agua caliente y la abrazo. Es casi humana. Mañana estará fría, pero ahora no me importa, ahora es la noche y hay que salvarme.
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Ciento veinticinco: Elegante sport

Estar enferma y estar de vacaciones y estar todo el día encerrada, me ha obligado a ponerme un jogging. Sumale la tristeza o la melancolía. En una distracción de mi madre, cacé las llaves, el saco y me fui por el corredor.
Y caminé, caminé, caminé. Estaba nublado pero no iba a llover. Me encontré una carta, era un once de copas. (Once de copas: Caballero dulce y estudioso, al derecho. Al revés, flirteador.) No recuerdo de que lado la encontré, pero es probable que no al derecho.
Luego se me ocurrió seguir escapando, con saco y jogging, me escapé a la casa de ella. Entonces, la tarde se develó en susurros y yo, de elegante sport.
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lunes, 18 de julio de 2011

Ciento veinticuatro: Cementerio

Ayer fuimos a ver a la abuela. Si el cementerio no fuera, como dice su nombre, un mirador, yo no iría.
Yo no hablo con los muertos. Sólo los visito. Sólo la visito a ella porque me gusta ese jardín de muertos. Crece verde. En esta época, amarillo.
A veces, observo qué hacen los otros con sus muertos, además de cambiarles las flores. Algunos rezan de rodillas, algunos hablan con sus muertos. Habrá quien llore siempre.
Yo solo la visito cada vez que vengo a las montañas. Y ya con eso, me voy tranquila. Puede ser que a veces extrañe, su mate lavado.
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Ciento veintitrés: Disfonía

Sucede que a veces hay algo que debo decir pero me callo. Y cuando me callo, pues ya no tengo ganas de hablar de nada, con nadie. Tan solo el silencio. Allá, lejos, las montañas. Las montañas son el silencio, no como el mar. Puedo quedarme así, sentada al costado de la carretera, de cara al sol que se va tras las montañas. Ya no tengo necesidad de hablar. He perdido la voz. Ahora tengo una buena excusa para vivir en el silencio, al menos estos días, al menos.
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sábado, 16 de julio de 2011

Ciento veintidós: Las nubes

Verdaderamente yo estaba cansada. No había podido dormir entre la ansiedad del viaje y el temor a quedarme dormida en cualquier momento, en cualquier posición. A las cuatro estaba esperando un taxi. A las cinco y media, fui abandonada en Retiro. Tuve miedo y subí a otro taxi. A las seis y cuarto estaba tomando un cortado. A las ocho estaba a bordo. A las ocho y cuarenta estaba ofuscada. A las ocho y cuarenta y cinco, estaba realmente muy cansada y ofuscada. A las nueve menos diez, despegó, se despegó. El avión atravesó las nubes grises, la niebla, la carcasa espesa de oscura humedad. A las nueve y minutos, el cielo era celeste y nubes como campos infinitos de blancura y el sol. El sol como todo. El sol en mi cabeza contra la ventanilla. Las nubes, aquí me quiero bajar.
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Ciento veintiuno: Cien de humedad

Hacía frío, después de todo podríamos tomarnos unas cervezas en el bar más próximo. También entonces, unas empanadas. Y el frío no sé si era tanto, era más esa cortina flotante de milimétricas gotas. Una lluvia que no era tal, pero mojaba igual. Ella dijo: hay cien por ciento de humedad. Eso sería como estar sumergida en una pileta. Pero aquí no se podía nadar. Apenas nuestra lengua nadaba en la cerveza y ya la risa hacía lo suyo.
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miércoles, 13 de julio de 2011

Ciento veinte: El Estado

Hoy me despierta por la mañana el sonido agudo del teléfono:
- Se encontraría Rocío
- Sí, ella habla (voz con carraspera)
Lo que sigue sería imposible de describir con exactitud y además sería aburrídisimo. A mí me aburrió viviéndolo.
Resultó ser que esta TELEMARKETER, quería que yo me SOLIDARIZARA con un hostpital PÚBLICO, solicitud que retruqué con la palabra ESTADO.
- Vos me dijiste Hospital PÚBLICO?
- Sí
- Entonces hagamos una movida militante, que me hablás de solidaridad. Con solidaridad no hacemos nada. El ESTADO donde está.
Y ella:
- Pero esta es una campaña solidaria
(quería decirme que yo no era solidaria porque no colaboraba)

A la noche:
Escuela de Arte (Institución PÚBLICA)
- Los pianos no andan, no tenemos instrumentos, nos cagamos de frío, etc. Hagamos una movida SOLIDARIA
Yo: y el ESTADO, ¿dónde está?
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Ciento diecinueve: La vida sin internet

Creo que es una bendición. No hay internet en casa. El tiempo desborda. Me muevo tranquila, luego de un atisbo de colapso. Tan solo poner música, abrir un cuaderno, leer anotaciones viejas, leer libros nuevos, escribir varios poemas al hilo, cocinar, comer, lavar los platos. Me ha venido bien la soledad.
Creo que puedo vivir sin internet.
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lunes, 11 de julio de 2011

Ciento dieciocho: Chocar II

Podría decir que se siente casi exactamente lo mismo al estrellarse contra una puerta de un auto una noche en un paseo musical en bicicleta, que estrellarse contra una frase rotunda, cruel, cuando vengo subiendo descocada por una montaña rusa, sí, alegre, primaveral, anticipada, sí, pues me caigo de mil kilómetros de altura, a una velocidad tan vertiginosa que no me doy cuenta que estoy cayendo hasta un rato después, cuando efectivamente me estrello y me duele, sí, el corazón pues, qué va a dolerme sino, si lo único real es sentir. Todo ha sido un simulacro, menos sentir.
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domingo, 10 de julio de 2011

Ciento diecisiete: Picado fino o grueso

Soñé que Ricky Martín venía de visita a mi departamento. Estaba igual que en el programa de Su Giménez, ni más ni menos lindo y simpático. Estaba sentado a la mesa, había otras personas pero ya no las recuerdo. Sé bien que era Ricky Martin y sé bien que él tenía hambre y ya caía un poco la noche, violeta caía. Entonces, yo pensé "Picada". Y ahí nomás le dije: salamín. ¿Picado fino o grueso?
Y desperté. Nunca sabré su respuesta. Pero he comprado ambos.
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Ciento dieciséis: Asistencia perfecta

Danzar. Podría sintetizar perfectamente todo un findesemana en esa palabra. Mi recurrencia en el bar, el vínculo que se ha gestado tan espontáneo con el de la puerta y los apagapuchos del bar. Dormir para danzar. Tener el cuerpo cansado y, no obstante, danzar. Nada puede ser más sencillo, más exacto, más expresivo, más entusiasta, más alegre. Puedo bailar hit the road, jack, hasta el hartazgo y sentirme extasiada igual. Es mi único motivo allí. Mientras otros se seducen, se babean, inhalan, fuman, coquetean. Yo bailo. Bailar como quien no quiere, como si el cuerpo hiciera lo suyo, como lo inevitable, como un subproducto necesario de estar rodeada de semicorcheas. Y quererme eufórica y aguantar el cansancio hasta el fondo, hasta parar por un pis o un pucho, y ahí sí, oh, creo que ya quiero irme a casa. Estoy cansada.
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Ciento quince: Record

Récord de aplausos. Doble agradecimiento con el cuerpo doblado. Varias ingestas de sanguches de miga y copas de vino tinto. Muchos juegos de pool, uno tras otro, casi compulsivamente intentando embocar la bola y siempre yéndose la negra por el agujero fagocitador. Será que la noche ha empezado más temprano que de costumbre y siendo las doce y media de la noche ya está doliéndome en la cara una sonrisa. Y entonces, todo comenzaría como un arco de prolongación desde la repentina lucidez sobre el tiempo, y doce horas más tarde, nuevamente la pregunta, sin haber dormido nada en el medio, "son las doce y media", nuevamente sí, y ahora el día con un sol tan lindo que nadie querría irse a dormir, pero la cara en el espejo, los ojos lastimosos. Ni siquiera poder desatarse los cordones o bajarse el cierre, y caer, como cae alicia por un pozo tan tan profundo.
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jueves, 7 de julio de 2011

Ciento catorce: Cumpleaños con rodhesia

La felicidad es tan simple. Estoy extasiada y no es el alcohol. Tengo en mi cuerpo el divino encanto de estar rodeada de seres humanas. No quiero más. Hoy estoy bien y estar bien es sublime. Un cumpleaños sin torta ni brownie, pero pelamos las rodhesias y las partimos una a una para que nos alcancen (partió el pan y entregóselo diciendo: comed todas de él). Entonces, esto es el amor. A mí me basta. Carcajada y a la cama.
Llena eras de gracia.
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miércoles, 6 de julio de 2011

Ciento trece: Palmear

Hoy he notado, con absurda claridad, que soy torpe con los golpes, que soy torpe con las manos. Siento inalcanzable la posibilidad de sumarme palmo a palmo al ritmo de los otros. Es el tiempo. Dentro, otro tiempo da jalea, reaviva el ansia que yo soy, porque en definitiva nunca he sido otra cosa que ansia. Y aprender, a veces me tortura. Pero vuelvo luego de un rato a intentarlo y vuelvo a fallar y vuelvo de nuevo a intentarlo hasta que lo abandono o lo aprendo sin notarlo. Pues esto es la vida que quiero pero no me acostumbro al tiempo. Todo el tiempo me transgrede, me sopesa, me malgana. Pero juego. Jugar no me agota el deseo. Y palmeo, mientras me río nerviosa, palmeo.
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martes, 5 de julio de 2011

Ciento doce: Patinar

Mediodía. Sol. Bosque. Patines.
El gran primer problema es ponerse de pie sin tambalear. Luego encontrar el sendero estable y hacer el gesto de esquiar no demasiado erguida. Son evidentes los gestos corporales de constantes pérdidas de equilibrio. Y de pronto, agarrar una velocidad deseada pero, a la vez, inevitable e imposible de frenar. Entonces, la adrenalina, el miedo, las dudas, todas. Una alegría infantil y un temor adulto.
La opción ha sido caer o abrazar un árbol con el impulso de ver a un amigo extrañado y quedarse así hasta juntar fuerzas suficientes para recomenzar.
La opción ha sido caer de culo o caer de manos, y las irrisorias rodilleras intactas.


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lunes, 4 de julio de 2011

Ciento once: El ojo me titila

Todo empezó a intraquilizarme ayer cuando el ojo comenzó a titilar. A tiritar, sí, capaz podría ser tiritar o bien, el ojo me late. Si el ojo me late, me preocupo porque tengo ojos nuevos y como cualquier cosa nueva que uno tiene uno quiere que se conserve lo más nueva posible. Y entonces, he estado preocupada todo el día por mi ojo derecho. Siempre fue problemático mi ojo izquierdo pero esta vez, por algún extraño motivo ha sido el derecho.
Y eso no fue todo. Cuando estaba trasladándome veloz hacia el punto contrario de la ciudad, una basura se adhirió al globo ocular derecho. Al mío, sí. Y estuve una hora, alternando conversaciones dramáticas con un grupo de conocidos, con lavajes de ojo en agua fría. Luego me puse las gotas de la noche y todo se superó, naturalmente, como sucede tras ingerir las drogas correspondientes.
El ojo siguió pulsando pero esto, entonces, ya me tenía sin cuidado.


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Ciento diez: Domingo valiente

Tsunami de frío. Mi madre dice: es una sucursal de la Antártida. Oh sí, igual me he puesto las calzas de la bici y arriba diecisiete capas. Tengo una relación conflictiva con el "ofri" pero igual decido superar el domingo pedaleando.
Me mezclé entre el tumulto caluroso de una feria con la cámara colgando del cuello. Entre subir y bajar las escaleras, redondeé el número diez. Arriba una amiga se dejaba pintar las uñas animal print. Un simpático gigante distribuía bocados de altísimo tenor graso en forma absolutamente gratuita, y mates (también gratuitos).
Pese a que el lugar está muy lejos de ser mi lugar, no estaba tan mal, por la cámara, claro, sí, la cámara podría hacerme pasar por lo que soy pero de forma amable, eludiendo cualquier mirada despreciable. Todo el mundo sonríe ante la cámara y, por ende, me sonríe a mí, detrás de ella.
Habiendo capturado suficientes sonrisas de modalidad falsa o sincera, decidí irme también en bici, pedaleando hasta la una de la mañana. La ciudad vacía era mi antártida.

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sábado, 2 de julio de 2011

Ciento nueve: Tango

Amanecí ojerosa. Habría dormido más si mi cuerpo no hubiese estado sometido al proceso de resaca. Me puse intranquila. No vi ninguna película en la cama. Me quedé quieta viendo pasar el tiempo por la ventana. Y el tiempo pasó hasta que me bañé y fui a buscar la bici que abandoné anoche frente al bar donde perdí la voluntad y me dejé llevar por los otros.
Pedaleé hasta la orquesta. Pedalear me devolvía a mi yo natural.
Unas niñas bailaban apretadas el tango que la orquesta ejecutaba. La gente bailaba con los ojos cerrados como si la coreografía estuviera escrita en sus párpados, y se balanceaban como el mar.
Cuando me puse a la sombra, entonces me viste y sonreíste. Para mí, fue la comunión de los ojos.
Luego te di un barco de papel para que lo navegues en ese mar tu próxima vez.

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Ciento ocho: Las inauguraciones

Me gustan las inauguraciones de todo. Fundamentalmente, aquellas donde nos ofrecen secuencias de tragos y bocados en forma gratuita. Mal que me pese, esto sucede cada vez menos.
En la inauguración que presencié ayer, más que los cuadros que se exponían, amé el encantador silencio que se hizo en torno al trío de músicos cuando ella empezó a cantar, mientras yo masticaba también silenciosamente un sanguche de alto contenido graso y sabor, mientras se me enredaba en la dentadura un hilo de su embutido de forma casi casi irreversible.
Me gustan las inauguraciones porque la solemnidad y el frío son combatidas con serenidad y aceptación sonriente. Esto sucede cada vez menos. Más aún sucede que se llenan de hipocresía y recelo. Pero ayer no sé si el vino, el licor de damascos o los sanguchitos, no me hicieron prestarle demasiada atención a las lentas explicaciones que un sujeto daba sobre la obra, mientras trataba inútilmente de ponerle palabras a la emoción devenida en inspiración devenida en técnica devenida en absurdo.
Me gustan las inauguraciones por la gente que va por los sanguchitos.


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Ciento siete: Olvidar

Luego de un par de inasistencias a terapia, recaí en el psicoanálisis.
Olvidar es la droga que consumo con total inconsciencia hasta descerebrarme. Y cuando me descerebro tanto, tengo repentinamente una unidad de lucidez brutal y dolorosa. Y cuando tengo esa lucidez, lloro. Porque de repente me doy cuenta que he sido monstruosamente dañina. Y me digo: oh, sí, lo siento mucho. Lo digo con el corazón apretado en el puño y no hay remedio. La ausencia ha hecho estragos. El olvido no remedia el perdón. Y soy tan insensata y tan insensible a veces que tengo ganas de olvidar esa tremenda lucidez, también. Claro, pero eso es ya imposible.
Y así salgo sangrando a la calle a remediar el presente.

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miércoles, 29 de junio de 2011

Ciento seis: el autobus mágico

Fui a tomarme el 202. Éramos alrededor de veinte personas. Subimos todos a ése. Por suerte, uno que viajaba sentado donde yo iba colgada, se levantó unas paradas más allá y yo me senté. Por suerte, luego se subió un compañero mío y vino hasta donde estaba yo.
Al rato, el bondi se paró. Por la ventana se veía una fila interminable de autos. El colectivero dijo: agárrense fuerte que voy a cruzar la rambla. Entonces, él autobus cruzó la rambla y nos sacudimos.
(No sé qué historia quiero contar)
Vos estabas esperando el bondi con unos auriculares muy parecidos a los míos y unos anteojos como los que usaría yo. Te subiste al 202. Cada tanto, nos mirábamos desde los auriculares.
Entonces, el autobus cruzó la rambla y nos sacudimos.
Veinte cuadras más allá. El colectivero paró el motor, bajó y dijo: es la correa. Y ahí tuvimos que bajarnos.
Yo quería hablarte pero vos siempre con los auriculares puestos. Yo ya no.
El siguiente bondi era el tuyo:"H por barrio obrero". Detrás, subimos a otro
De camino, en un cruce de bondis, por último nos vimos.


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