sábado, 27 de agosto de 2011

Ciento sesenta y dos: El aire puente

Estábamos por salir. Yo prendí dos cigarrillos, fumé uno detrás de otro. Por el miedo. El miedo por la hostilidad del mundo. Era un prejuicio. No lo sabía bien.
Salimos con el tubo colgado al hombro y no tardé mucho en solicitar una oreja. Era saltar, ahora o nunca, pero no dudar jamás. Con la seguridad de la que pide lo más obvio. Sólo necesito tu oreja y apenas un poco de tu tiempo, solicité. Y él, al final del poema, además de sonreír recibió mis palabras ansiosas, ahora sonoras que decían: sos mi primera vez.
La euforia crecía con cada oreja, con la repetición de los poemas sin balbuceos, crecía como crece el corazón necesitado ante un abrazo, se ensancha.
Los rechazos no me debilitaban, me nacían ramas por todas partes flores. Porque la belleza de la emoción, de la emoción compartida, hace fugaces todas las estrellas; pero el rastro queda impreso en cada vida que despierta tras un poema.
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