sábado, 23 de enero de 2016

Trescientos setenta y ocho: La casa vacía

De enero me gusta el tiempo elástico, el día largo, la noche cálida, el silencio de las calles, los negocios cerrados, el bosque desalojado, el aroma a césped recién cortado. La casa vacía. Me gusta levantarme bien temprano, alzar la cortina para que entren las chicharras a la habitación. La música de los discos -los discos del verano- ocupando las habitaciones, el hall, fugándose por las ventanas y el balcón. Me gusta desvestir todos los instrumentos, rodearme de orquesta, subirme al auditorio de la mente, tirar pasos diagonales. Cuando la casa se queda vacía y solo estamos la casa y yo y la música y la gata siento cómo respira el espacio del no tiempo. Creo que estamos todos y no hay ninguno. Todos y ninguno. Cosmos.
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sábado, 16 de enero de 2016

Trescientos setenta y siete: Lo que pervive

Hace unos días, apenas algunos, vi la gracia cautivante de la danza y recordé tan de pronto ese amor profundo. Antes que eso viniera a mí, a irrumpirme epifánicamente, pensé si no era la endogamia propia la que nos convocaba a ver teatro, danza, esas cosas. Pensé incluso si podría apreciar sin hacer más que apreciar, o si sólo me incendiaba bailar, no ver bailar. Me equivocaba dudando. Ella bailaba como bailan las copas de los árboles con el viento, como bailan también las olas cuando desencadenan su sinfín. Ella bailaba como los animales de formas infinitas, como los gatos, las especies marinas y los microcelulares.
Hace días que no puedo quitarme la visión del cuerpo de la danza. Es expansiva y lentamente perecedera, como la sensación que pervive cuando el movimiento se ha retirado y queda apenas espasmo.
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domingo, 10 de enero de 2016

Trescientos sesenta y seis: Estoy rodeada

Creo profundamente en la sinceridad. 
Ayer me encontré unos habitantes en la cabeza. Cinco habitantes y sus familias estaban acampando en mi cuero cabelludo. Me tomó un par de horas (exagero, puede ser, me sale así) arar el terreno, porque te da como una compulsión por el exterminio, lo acabado, llegar hasta el fondo. Como era sábado y enero, no tenía ganas de desplazarme hasta la farmacia de turno, busqué recetas caseras en internet para la erradicación de las fieras. Y recaí (recae, todo recae) en el clásico vinagre recalentado. Y repetí la historia del arado. Fui muy feliz, mientras duró, esa sensación de haber triunfado, sacar el peine limpio después de 10 pasadas, te va empoderando. 
A la noche, salió concierto y aparecieron los amigos. Como estaba un poco sensibilizada (y el alcohol también), fui confesando mi circunstancia capilar, pero a nadie pareció importarle demasiado. 
Por eso escribo. Han vuelto. Los sentí este mediodía de resaca andando, cruzando la avenida de mi raya al costado. No les ha bastado con el vinagre. No les ha bastado la propia exclusión que supone andar revoleando el cabello head and shoulders con una baranda ácida. No les ha bastado el peine fino y el grueso y el amarillo patito. Han vuelto por revancha. Farmacias de turno. 

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