martes, 29 de noviembre de 2011

Doscientos treinta y ocho: Ellas se duermen en los pufs

Es la primera vez. Todas las primeras veces tiemblo. Estoy frente al teclado. Ellos, las guitarras. Las chicas duermen en los pufs.
Quisiera no ser la única chica que no duerme e improvisa. Porque tengo miedo aunque no se note.
Pero ellos, cada vez que los miro, me sonríen. No sé si es cortesía o halago, pero cada sonrisa suya me devuelve la seguridad como un boomerang.
Estoy sin pensar.
Cierro la boca y la baba dentro es muchísima al acabar el juego improvisatorio. La baba es una buena señal. Es como si los tres hubiésemos acabado al unísono del silencio. Porque el silencio se oye, sólo hay que escucharlo bien.
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Doscientos treinta y siete: Sentémonos

Última clase oficial del año. Birras en el bar de la esquina a la salida.
Ganas de mear.
Ella avisa que sería mejor no usar aquel baño, pero yo igual voy. Y hay papel higiénico, hay también un olor pestilente, ácido, y una marca de rouge en la pared.
Me da asco que hayan besado esa pared, pero ni tanto.

Tomamos el último colectivo frecuente. Caminamos una cuadra. Vos hablás de ser libre. Vos hablás de improvisar.
La música nos hará libres y la noche.
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Doscientos treinta y seis: Free lance

Tirarse el lance.
La libertad, hay días que es densa como una babosa.
No debería preocuparme por la libertad.
El problema de la libertad es pensarla mucho.

Ser free lance no es ser libre es tirarse un lance, hacerse la linda. A veces, cuesta mucho. Más vale.
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Doscientos treinta y cinco: Ella está por embarcar

Ha pasado un año. Un ciclo, más bien diría. Cohabitante L parte nuevamente. Vuelvo a vivir sola. La pieza está ordenada. Hay silencio en la casa.
La casa sola.
Ni un sonido de teclas desde su pieza.
Sólo los murciélagos.
Duermo abrazada a la música. Duermo y despierto con la misma melodía. Es la melodía de un cello.
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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Doscientos treinta y cuatro: Becher

Becher es un tipo que escribió unas partituras para que gente como yo aprenda a tocar el piano y se entusiasme con cosas pequeñas y sencillas como las que les dan a gente como yo que quiere aprender a tocar el piano.

Las partituras de Becher fueron entregadas, en su momento, en forma de fotocopias sin ningún tipo de referencia al autor de las mismas.
Tiempo más tarde me enteré de que ese sujeto poseía un apellido que suena similar al mío. Y no sé si eso me entusiasmó o es que yo soy muy entusiasta.

Pero el otro día ordené la pieza y descubrí detrás de unas tapas de flores muy coloridas que yo poseía un libro del tal sujeto que debe ser del año no sé cuánto pero las páginas amarillas y ajadas dicen que desde hace mucho o muchísimo.

Pues ese libro que estaba perdido en mi biblioteca y que fue un obsequio de alguien que nunca más volví a ver, ese libro es una premonición. Sí, señor. Una premonición de que yo iba a tocar un par de obras de un tipo de apellido muy similar al mío.

Y ahora nos miramos las caras, el libro y yo, y se nos huele que nos hemos visto en otra parte antes, sino fue en otra vida.
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Doscientos treinta y tres: Azul

No sé dónde estaba mi hermana pequeña (debo referirme a ella necesariamente porque la extraño aunque no tenga nada que ver con esto).
Yo me puse el piloto azul porque llovía. Y me puse las zapatillas azules por el piloto azul. Y como estaba toda azul (y los ojos) me puse la peluca azul también. Y salí.
Me compré un libro de poesía de juan gelman en un kiosco de revistas mientras esperaba que llegara él.
La gente era mucha porque el cumpleaños de la ciudad.

Él llegó de traje y con sombrero, pero él tenía una fiesta de disfraces. Se sentó y le leí una poesía que hablaba sobre la poesía.
Unas personas de escasa edad se nos acercaron y pidieron permiso para sacarse una foto con nosotros como si fuéramos mickey mouse.
Luego se fueron y ni una moneda nos dieron.
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Doscientos treinta y dos: Los pájaros

Es terrible el palpitar del corazón justo antes de entrar en escena. Siento que se me va a explotar un globo dentro, a la altura del esternón.
Cuando todo por fin comienza, el tiempo es una estrella fugaz y el cielo son las personas que nos ven. Yo me conecto con otra voz. Una voz que está en mi cabeza y me dice:
- No puedo respirar
Y yo lo digo:
- No tengas miedo
Y ella insiste. Y en definitiva siempre un poco lo logra y se me aprieta una que otra nota o me quedo sin aire.
Siempre es así aunque podría ya no serlo.

Cada concierto dado, le gano un cachito a esa voz.
Y en el tema final, suelto los pájaros de la jaula.
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Doscientos treinta y uno: Creo que lo maté

Ella estaba esguinsada. Ya habíamos abierto una birra, pero aún no se me había dado por la motricidad fina de enhebrar artilugios para hacer aros y pulseras. Creo que bajó violento y se movía agitado de un lado a otro, si hubiese sido un pájaro capaz era poético pero era un murciélago.
No tuve tiempo de pensar en abrir la ventana. La ventana se veía lejos y el pelo largo de ella estaba tan cerca. El bicho aleteaba desesperado y yo desesperada hice estallar el vaso contra piso en un sacudón torpe.
No quería matarlo pero creo que lo maté de un toallazo rosa. No sé de dónde salió la toalla pero el brazo era el mío y de pronto, el bicho agazapado en la tela ya no se movía.
Tampoco fui muy consciente hasta que la toalla salió volando por la ventana. Los corazones se habían aquietado. Todos teníamos miedo. Ella estaba inmóvil como el bicho en el puf. Yo estaba exaltada.
Pero no tuve tiempo de hablar con dios.
Cuando volví a mi casa pedaleando eran las dos y media de la mañana. Y en cada pedaleo, yo temí que me siguieran sus padres, perdidos en la negrura de la noche.
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domingo, 20 de noviembre de 2011

Doscientos treinta: Sólo una lata, nada más

Hacía terrible calor, de esos calores que se viven en esta latitud y la corriente marina de no sé donde o la evaporación del río de La Plata, una humedad de la ostia.
Pues estábamos esperando que se me hiciera la hora de entrar a cursar, a recibir los resultados de mi primer parcial -yo estaba ansiosa, pero igualmente alegre-. Y nos sentamos, luego de ir al supermercado, con dos latas de birra de medio litro cada una, nos sentamos y la poli le tiraba un láser rojo a mi compa. Tuvimos que migrar a otro escalón, un poco más cerca de la escuela, exactamente era el cordón de la escuela, y allí esperábamos que se me hiciera la hora para recibir el resultado. Pero de un momento a otro, el medio litro me hizo efecto, increíblemente (o sería la alegría), y ya no pude entrar porque era tarde y yo ya estaba ebria, y acabé dormida en el futón de mi amiga y él me condujo en su auto hasta mi casa.
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Doscientos veintinueve: Si la semana comienza el domingo

Si la semana comienza el domingo y el domingo acaba en la barra de un bar, pues el lunes será difícilmente evitable que yo me encuentre, luego de un tour de bicis por la ciudad, bebiendo otra vez. Como si fuera saltando charcos. Charcos de birra.
No es el verano, pero ya la primavera de noviembre te va preparando para el fin de año festivo. Porque si el mundo se termina el año que viene, como dicen algunos, yo no voy a quedarme sentada al lado de la ventana para ver el apocalipsis, no señor, voy acabar como si fuera realmente una fiesta. Porque lo es. Porque la humanidad ya nos tiene hartos a todos. Empezando por el mundo. Y capaz la galaxia. Yo creo que habría que festejar desde ya y hasta que comiencen los fuegos artificiales.
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Doscientos veintiocho: Un elfo

Desalojamos aquella mesa para clavarnos en la barra un par de birras a menor precio.

(Me gustan las barras de los bares porque allí siempre hay historias si te quedas un rato bebiendo)

Al lado, cabello largo lacio oscuro nos hizo un lugar.
Mientras él bebía, nosotros conversábamos y no recuerdo en qué momento preciso
hubo algo que lo trajo hacia nosotros.
Sorprendidos lo mirábamos, su pelo largo lacio oscuro, sus ojos rasgados, su voz al hablar. Sabíamos que estábamos ante la sensibilidad de un elfo.
Cuando le dijimos, él asintió.
Yo tenía dos postales en mi bolso. Logré que ellos tuvieran una cada uno.
Cada postal tenía un haiku.
Pero para entonces ya estábamos tan etéreos que la única señal de esa existencia era la textura del cartón en cada mano.
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domingo, 13 de noviembre de 2011

Doscientos veintisiete: Navarro

Aunque a mí los viajes me den nervios, me gusta envalentonarme en ellos, sobre todo si se trata de ir de gira, sobre todo si se trata de coreutas.
Aunque el trayecto era corto y el viaje se hiciera largo, sobre todo si el viaje se hacía largo (yo adentro festejaba silenciosa que todo hubiese salido "mal" y hubiésemos tardado cuatro horas en llegar). Porque mirar el atardecer, la música encendida en los oídos, el sol por la ventana, las puntas del pie desnudas contra el techo del bus. Yo bailando incómoda invertida, ellos incómodos preguntándose qué haría bailando contra el techo del bus.
Y llegar apurados para cantar tranquilos tan cómodamente felices nuestro repertorio y que ellos se pusieran de pie para aplaudirnos y que yo quisiera llorar pero no pudiera por fuera pero sí me llorara por dentro rebosante de emoción. Todo navarro.
Bailar en el patio del ignoto sitio, bailar como si supiera, bailar de a breves cachos una danza - y mirarnos a los ojos al final, mirarnos todos, pero de a uno, mirarnos tan profundamente mirarnos como escucharnos en el silencio mientras suena todo allí afuera, pero en el silencio profundo de las miradas, estar tan alejados de todo, pero tan cerca, tan cariñosamente cerca.
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Doscientos veintiséis: Intimidad

Íntimo es estar dentro. Dentro del otro y el otro dentro tuyo. (una esfera de reciprocidad).
Cuando eso ocurre, me enamoro de la circunstancia.
No nos disculpamos, no nos preservamos. Somos una misma agua que se bebe sin medida.
Los tragos son largos pero el agua regodea en el paladar. Nos bebemos y es el mismo encanto espejado.
Se oyen las sirenas en los intervalos de silencio. Se respira el silencio. Se trama un cuerpo con otro.
Se continúa el sorbo y se desarma el tiempo.
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Doscientos veinticinco: La marca en el ganado

Golpes en la voz.
De pronto, estoy triste o enojada. No sé distinguir. Estoy herida. (Creo ser vulnerable) Estoy triste y enojada. Enojada conmigo.
He sido libre y me han hecho notar que mi libertad me separaba del resto.

No he podido volver a cantar.

Lentamente (sigilosa) me voy. No quiero que nadie me note esta vez.
Pero lloro.
Lloro la marca en el ganado.
No quiero que nadie me note esta vez.
Lentamente me voy. Soy distinta, pero quisiera ser armónica.
Me he ruborizado. La marca en el ganado.

Es que no quiero ser igual. Tampoco me sale, aunque a veces lo hubiese intentado.
Ya no me sale. Es un vicio personal: salirse de la órbita.
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Doscientos veinticuatro: ensamble vocal

Nos reunió un poco el azar, otro tanto las ganas.
Éramos tan distintos, pero sin jerarquías. Imaginate un mundo sin jerarquías.
Ensamblar es conectar. Para conectar no puede haber jerarquías.
El sonido era el material común.
Sonidos puros.
El sonido de nuestros corazones, de nuestras respiraciones agitadas.
Incluso desacompasar era musical. Porque no era necesario estar uniformes. Éramos (somos) muchas ovejas mezcladas.
El director era nuestro pastor.
Alabado seas.
La música, vos y el amor.
Comulgamos. En torno al sonido, todos comulgamos, abriendo la boca pedimos la paz.
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Doscientos veintitrés: La sinceridad

Desde que aprendí a ser sincera, me es imposible ocultar.
Ocultar es perverso, sino es por timidez.
Disculpen si me pongo verborrágica, no me puedo contener las emociones.

Dejé terapia porque era una cloaca.
Todo debe ir por el cauce que viene.

No tengo tubos de desagote. No hago catarsis. Soy sincera.
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lunes, 7 de noviembre de 2011

Doscientos veintidós: El terror

No comprendo el gusto por someter el propio cuerpo a los espasmos que producen las películas de terror. Podrían decirme "cobarde", pero a mí realmente no me interesa darle a entender a mi cerebro un conjunto de imágenes -en ambos sentidos de la palabra- no me interesa hacerme creer cosas que no existen pero igual dan miedo por la sugestión y porque el miedo es una cosa que se adquiere con una facilidad sorprendente.
Yo, por lo general, tengo miedo. Pero sí lo tengo que sea por una experiencia directa con lo que llamaré "la cosa".
"La cosa" -amor, acrobacia, primeras veces de todo, segundas y terceras quizás también-
La experiencia diferida no me parece. Claramente, me aburre.
Yo prefiero estar en contacto con la carne de la realidad, antes que desperdiciar dos horas de mi vida en un juego de sugestiones evocado por una ficción perversa. Es perverso promover que otros sufran. (Aunque deseen sufrir. Es mi moral. Nietzsche dijo que experimentemos otras morales)

No miro terror. No miro desde chiquita. No pienso mirar de grande.
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Doscientos veintiuno: Homologada

Precioso sea el día (o la noche) en el que el género no importe y yo sea simplemente un ser humano y vos seas simplemente otro ser humano, fuera del arca del tener o no tener pito que el psicoanálisis se encargó de reforzar.
Esa noche nadie tenía pito o todos lo teníamos. Pues eso no importaba porque no estaba en sí mismo ni en metáfora. Era la abolición del tener o no tener. Nada por encima, todo homologado. Éramos cuerpos distintos pero equivalentes.
Y si alguien osaba tratarme de menos o tratarme de más, o ponerme una palabra que me sonrojara por estigma ya machista bien ancestral, yo me hubiese puesto violenta como me pongo cada vez que el machismo osa supeditarme.
Pues la música -¿sería la música?- anulaba el diferencial fálico. Yo creo que la música, dejame creer, es una fe. Así estábamos, éramos tan felices, estábamos tan desnudos en un mismo fluir cada uno, pero en un mismo fluir que igualaba.
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viernes, 4 de noviembre de 2011

Doscientos veinte: Darse

¿Qué era eso de decir desde el fondo del aula "presente", desde la más lejana ausencia, desde la transparencia incluso?
Ahora es como si todo el tiempo, trabajara para estar presente. Ya nadie me pide que lo diga. Sería más sano a veces irse por las ramas de la mente, preservarse, oscurecerse, desaparecer. Pero eso no es vivir. No al menos para mí. Yo soy tajante. Corto con un látigo. Por dentro, lava.
Pero no es fácil salir, no es fácil dejar salir. Darse. Darse al piano. Darse al amor. Darse a la vida. Ala delta. Arrojo. Audacia. Darse por entero. Subirse a un techo. Mirar como el sol baja naranja, rojo, rosa, violeta. Jugar a la pelota por azar. Pero darse. Comerse una medialuna con todas las papilas. Bailar tango por azar. Pero darse.

Recibir el sonido que vuelve como un regocijo no, como otro envión sí.
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Doscientos diecinueve: El centro

No el centro comercial de las películas yanquis dobladas al español. El centro, el ombligo, el pupo, el punto. El punto es el medio de la recta. La recta es el cuerpo. Al menos, en teoría. Mi espalda es un gusano malacostumbrado.
Ella me modela el cuerpo con las manos hasta que logra una postura ¿aceptable?
Yo siento el centro. Concentro. Bajo el pecho al respirar, mi cola escapa por detrás, los hombros se suben, la cabeza adelanta. Vuelve a moldear. Camino como un pato. Recta hacia la diagonal.
La disonancia entre mi mente y mi cuerpo arroja ridículos movimientos.
Pie, relevé, relevé. Concentro en el centro. los brazos estirados en diagonal. La mirada perdida en mi cuerpo interior. Pie, relevé, relevé. Tres pasos. Toda mi energía toda, va por la diagonal. Llego al fin. Desarmo.
Creo.
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Doscientos dieciocho: Lo mantengamos en secreto

Porque la clandestinidad es una cosa maravillosa. Incluso hablar de la clandestinidad es una cosa maravillosa.
Hablemos de que se nos dilatan las pupilas por el éxtasis. Hablemos porque me encanta hablar. Sólo si el interlocutor escucha. Pero hablo de escuchar en lo profundo. Escuchar como nadie escucha ya. Digo contar con estilo propio. Digo escuchar con estilo propio.
Incluso en silencio nos decimos cosas tan ciertas. Tan emocionalmente ciertas.
Pero mantengámoslo en secreto, preservemos la especie, aquel, éste, aquél, diálogo en extinción.
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Doscientos diecisiete: Sinapsis de pedaleo

Te paso a buscar pasadas las ocho y media. Salgo con la bici linda, tengo las calzas y el cansancio, pero aún las ganas.
Vamos por la circunvalación. La circunvalación nos lleva sola. No sé si mis piernas o mis neuronas van más rápido, pero tus piernas y tus neuronas van a la par como en espejo. Y si dibujara un lápiz nuestras ideas sobre la cabeza, eso sería tranquilamente un árbol hacia lo infinito, pues quién sabe lo que sería nuestro diálogo si los músculos nos hicieran el aguante.
No podemos parar. Pero nuestros cuerpos, lentamente, se quieren ir a sus respectivas camas. Y nos llevan. Y damos tres vueltas a la manzana, a la misma manzana -la que está frente a tu casa-, para redondear las ideas. Mientras un grupo de pibes meta chupi la cerveza (se extrañan).
Vos mirás la hora. La hora no se mira. Han pasado dos. Es increíble, hemos transitado kilómetros de palabras. Como si nada. Como si nada.
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Doscientos dieciséis: Dos patos, un inmensísimo jardín

Nunca se sabe. A veces, detrás de una puerta, en la ladera de la ciudad, se esconde un jardín, dos patos, dos perros, un estanque. Mientras la tarde cae y la afinación lo mismo, y las ganas se nos bajan de las sillas, el jardín se dibuja, el sonido de los patos se ensambla con el inestable sonido y como un mantra el estudio ya ha perdido sentido porque los patos han resultado más afinados que el propio órgano. Pues ya nos vamos, se ha hecho de noche, apenas el frío y una humedad tremenda.
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Doscientos quince: Domingo sin agua

Despertamos. Doce del mediodía, pasada la aguja. Un deseo urticaria de bañarme. La grela de la noche, del baile, el sudor propio y ajeno pegado al cuerpo. Darle cuerda a la perilla del agua. Ni caliente ni fría.
Alguien -la cohabitante?- se ha gastado lo último que nos quedaba de agua en el termotanque.
Hay que ser cuidadosos con el inodoro.
Vienen visitas. Lo sé porque toca el timbre. Le digo que no hay agua, sube igual.
Sacrificamos el agua fría de la heladera para sorber unos pocos mates.
Me preocupa la sed, la mugre, el recurso no renovable.
La visita arregla una lámpara muy compleja. Yo logro comunicarme con el señor del agua.
La visita se va, el agua vuelve.
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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Doscientos catorce: Mear en la plaza, cada año

Debería procurarme el ejercicio anual de mear en una plaza pública para no ponerme seria, solemne, adulta.
Esto ha ocurrido la noche del sábado, luego del alcohol y la pelea. No contengo nada. Ni las palabras, ni el meo. Voy hasta el centro de la plaza fundacional, busco con la vista un arbusto contenedor, me interno en el verde.
Él me da la espalda, ahora ya no parece estar enojado, ahora parece mi padre, mi amigo, mi cobertura de chocolate. Y a sus pies, meo. Y ya todo se despeja de mi cuerpo, incluso el odio, tal vez era amarillo.
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Doscientos trece: La lluvia, Medea

Yo estuve todo el día a punto de llorar. Así es el período pre-menstrual. A veces hay que forzarse a llorar, sino el día es el que termina llorando.
Me interno en una obra de teatro físico. Todo lo que me sucede durante la obra es exclusivamente físico. Los pelillos electrizados, la garganta con una boa. Estoy a punto de llorar a los pies de Medea. Y no lloro pero salgo, y allá fuera todo llora.
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Doscientos doce: Jazmines

Me gusta ver la cáscara caída y tierno el corazón sobre la mesa, caliente, humeante como una medialuna, su corazón nos regaló un ramo de jazmines para cada una. Nunca lo vi tan sincero, ni tan desnudo.
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martes, 1 de noviembre de 2011

Doscientos once: El estrés

Yo solía jactarme de mi inmunidad frente al estrés laboral. Solía ir al sol mientras todo podía estar amenazando mi estabilidad económica. Creo que no quería notarlo. Capaz yo no podía hacer nada. Capaz no tiene sentido. Capaz es un mal mayor, el estrés.
Y ahora entiendo que estar tres semanas con la tos es el subproducto de haber contraído el mal. Que los mocos de las semanas subsiguientes también. Pero sobre todo, lo más triste, es la ira. Lo inmanejable de la ira, será. Mi encabronamiento que bulle a través de la piel.
Estoy harta.
Me voy al sol.
Prestame tu pasto.
Dos horas nomás, me olvido de todo.
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Doscientos diez: La complicidad

Y de pronto ella olvida mis errores en el piano, su gélida actitud se deshace y deviene una mueca cómplice al decirle que tenemos gente en común. Se afloja. Sé que para mí ha sido una estratagema para hacer olvidar los traspiés de las manos. Pero ahora en la nueva complicidad, me da que las dos somos un poco más libres. Ella para sonreír y yo para tocar.
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