viernes, 29 de julio de 2011

Ciento treinta y tres: Sincronizar

Cuando era adolescente, me sumé a esa clase de cosas de las cuales uno después se avergüenza, de "grande". La adultez vendría a ser una especie de "rescate" de "lucidez" que desagrega el pasado y filtra las infinitas posibilidades del futuro. Ahora bien, cuando yo era adolescente asistí a clases de aerobic. Aquellas clases, además de ser aburridas por reiteradas y robóticas, eran el meollo del problema que hoy sigo padeciendo. Léase: sincronización.
(Solía ser de aquellas personas que hacen prácticamente lo contrario al resto, pero sin ningún tipo de intención revolucionaria, sino por mera incapacidad de poner en línea el cerebro y el cuerpo)
Hoy, así adulta como no me quiero, reincido en las tareas de sincronización asistida. No con mayor éxito. El desafío es percutir con cada mano un ritmo diferente, usando cada ojo para leer la línea de cada mano. Podría ocurrir que el ritmo total que surge del doble golpe sea casi agradable, pero siempre está lejos de ser el que dicta el asistente, la partitura, mi cerebro. Una brutal inconsecuencia que me hace pasar por rebelde en el mejor de los casos.
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