sábado, 27 de agosto de 2011

Ciento sesenta y tres: Armonía

Toda la vida creí con absoluta convicción que era dispersa. Que mi dispersión era pereza, que mi pereza era aburrimiento, que el aburrimiento era indómito. Pero he podido sostener la atención hasta el final del día, de un día que empezó cuando salí del trabajo y pedaleé con el frío y me quedé esperando la hora justa para beber después, a sorbos, un té de jazmín. Para sucumbir ante las palabras que salían como pájaros de su boca, para comprender cabalmente todo. Donde todo es esto, tan pequeño y tan profundo, como el sonido. Y luego los pájaros se vinieron conmigo. Debieron ser mis ojos, su fijeza al mirar se impregnó de vuelo. Debió ser la atención sostenida como un hilo en tensión, como esas tacitas de plástico que solo comunicaban si la tensión estaba. Y sobrevolada con esos pájaros me pasé la noche tan liviana y etérea como nunca, tan armónica la noche tras el concierto del ruso boris que llevaba pájaros también pero de a bandadas por el cuerpo, le iban saliendo por las manos como en un shock eléctrico. Con la natural capacidad de volar, que es entregarse al aire con la total confianza de ser aire.
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