lunes, 22 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y siete: Perder la nariz

Ese día salí con ira, pero cargué la nariz en el fondo del bolso. Nariz de gomaespuma, nunca se sabe. Sabía que sabiéndola conmigo todo podía llegar a ser más etéreo (o hiperreal o surreal). Una nariz roja como mi corazón rojo en el fondo de un bolso, del caos de los objetos que acumula el tiempo en sumatoria.
Pero todo el tiempo estuvo saliéndose tras distracciones, saltaba al piso, a la nariz de otros, de nariz en nariz la nariz andaba. Y en otra distracción, algo más penosa por ansiosa locura de las seis de la mañana, me fui corriendo del bar. Y luego él me contó que ella no quiso irse del baile, que en vez estaba montada a la nariz de un desconocido que se ufanaba del encuentro. Él se la quitó y la guardó. Él tiene mi corazón perdido en comodato.
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1 comentarios:

Anónimo dijo...

Dichoso aquel que tiene la nariz, aquella roja, redonda y perfecta nariz, nariz que pude tener en mis manos y que en algún momento tuve la ridícula idea de pedirte como regalo. A la luz de los hechos doy por cierta la lectura que esbocé en ese momento y que fue lo que derrumbo la idea de un pedido de nariz, cuando te pusiste la nariz fue como cuando la última pieza del tetris calza perfectamente y completa la fila que desaparece de la pantalla, vi esa redondez roja debajo de tus ojos y me dije “ni en pedo me la da”, aunque le diga que es para mi hijo, que por cierto era verdad, ni empedo me la da. Si hubiese sabido el final de la nariz, estoy seguro, aunque tímidamente, me hubiese animado a más.

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