jueves, 30 de octubre de 2014

Trescientos ocho: La imaginación irresistible

Hoy me metí en una bella librería  y leí un libro de poemas elegido al azar bajo los rayos de sol que se metía por la ventana. Después llegó él, yo tenía un entrevista. Me ofreció agua, mate, yo sólo quería hablar. Sinteticé mi vida en pocos párrafos, él miraba su computadora. Pensé: yo escribo desde que tengo ocho años, escribo desde que aprendí a escribir, escribo porque sí, pero escribo para vivir. No vivo para escribir, no sé si me oficio es escribir. Yo creo que no tengo un oficio, yo tengo aficiones. Pero mis aficiones son mi todo. Entonces, él me decía qué significa publicar para ellos y yo me iba imaginando todo, me iba llenando de vértigo también. Porque un día vas a tener treinta y vas a querer ver tus poemas impresos sobre páginas y vas a querer marcarlos con lápiz como marcaste todos tus libros de poemas y vas a querer doblarles la puntita a los que más te gustan para encontrarlos rápido. Porque, te das cuenta, que te gustás. Porque hace veintiún años volvés y volvés y las palabras siempre están ahí para vos, para decirte lo que ya sabes pero querés sacarlo, releerlo, frizar el momento, hacerlo brillar o hacerlo trizas. Y salí con mi bicicleta y mi música auricular y pensaba: yo creo que estoy muerta y voy a publicar poemas póstumos pero esto es lo más parecido a la vida que sentí.
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Trescientos siete: Si la lluvia

Si la lluvia te corta la luz de tu trabajo y vos vas igual y te perdés un concierto hermoso por ir a trabajar y no podés trabajar pero igual te tenés que quedar y después volvés a tu casa y subís 8 pisos por escalera porque tampoco tenés luz porque llueve muchísimo porque el cielo está muy enojado andá a saber porqué y bajás 8 pisos por escalera porque no podés concentrarte porque la lluvia te distrae, te trae emociones tristes, y caminás 3 cuadras y te re mojás, pero llegás a una casa y te abrigan, te preparan un té, te ponés a hacer lo que tenías que hacer y la lluvia sigue cayendo pero van al piano y tocan una obra a 4 manos que estás leyendo por primera vez y te olvidás, te olvidás del tiempo y sólo queda la música y el abrigo y la casa y los tés y las conversaciones, entonces, venciste.
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lunes, 27 de octubre de 2014

Trescientos seis: Soy un álamo en la llanura

El calor tropical cedió a la lluvia. La marea climática bajó. Cuando dejé atrás el oleaje de manos al que invita Schumann, fui por la dermaglós a la farmacia del barrio. Le pregunté por la balanza. Sigue rota, me dijo. Sale cinco mil arreglarla. No lo vamos a hacer. Pesate igual y restale 62. Yo peso 150, dijo ella. Me hizo las cuentas. Vos pesás 57. Hace dos semanas peso 57. Comete unas tortas, comete todo lo que yo no puedo. Me mire los brazos. Soy un álamo en la llanura. 
Después partí el miñón a la mitad y unté el pan con manteca. Comí glotona y con toda la grasa entrándome en las venas, fui por el blues, el viejo blues que esperaba bajo la cama a causa de las ráfagas. 

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domingo, 26 de octubre de 2014

Trescientos cinco: Tirate un pa

Preparamos los mates y el mantel y partimos en una aventura intergaláctica folklórica. Llegamos, nos sentamos entre los brazos y las piernas de la gente, haciéndonos un hueco sutilmente. Cuando ella cantaba la zamba del lozano, a mi se me apretaba el corazón, me acordaba de cómo me sorbí las lágrimas cuando volví a Jujuy porque la zamba es una cosa que yo no sé pero me canta por dentro. Y cuando eso terminó, fuimos en busca del pan relleno, siguiendo el rastro de los comensales, preguntando aquí y a allá y hasta ligamos en el tránsito un poco de birra caliente para enjuagarnos la boca. 
Cuando accedimos al morfi, atravesamos el bosque hasta dar con un hueco de tierra despejada, y soltamos los brazos en ese abrazo invisible. Hicimos giro, medio giro, avance y retroceso. Yo agarré con mis pinzas el pantalón, me sentí de trenzas. Ella levantó el polvo de tanto zapateo salvaje. Y en la coronación concluimos muy bien la digestión. Se me agitó tanto la sangre que yo no sé si era alegría o taquicardia, pero el bombo con un repique me devolvió de golpe a la realidad. Nos fuimos yendo, dejando atrás el humo del chori y el encanto de la muchedumbre mansa de felicidad. 

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viernes, 24 de octubre de 2014

Trescientos cuatro: Cómo duele la belleza

Llega el viernes. Tengo turno y alegría. B. prepara el transfer, las tintas, los guantes. Observo la paciencia con la que prepara todo. Admiro su vida sin apuro. Me subo al camilla con mi Murakami actual. Suena el torno.
Leo una hora sin parar. Luego vienen lentamente los dolores, tras las cosquillas. Llega la gente. Una se quiere tatuar la cara del hermano y unos nombres formando el infinito. Vuelvan en una hora, les dice. Yo vuelvo a las páginas, él vuelve a su obra. Miro de reojo como se van tranzando las líneas y aparecen los colores. Vuelve el dolor con más fuerza. Yo pienso qué masoquista que soy por la belleza, me vuelco en mi película muda. Imagino cómo va creciendo en el tobillo la flor que sumergiré en el mar cuando llegue enero. Lo bello duele y sana, todo sana, pero con calma en la orilla, yo contemplo.
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Trescientos tres: Hay caballos alados

Anoche tuve 16 otra vez. Los dieciséis que no tuve nunca, a decir verdad, porque a mis dieciséis creo que ni sabía el significado de stencil en mi tierra árida. Me gusta la gente que siempre se ve joven y yo me vi joven frente al muro, las manos dentro de bolsas llenas de pintura, sosteniendo las placas, estampando el calado. Ahora tengo casi el doble (exagerando).
Una birra como para aflojar tensiones y manos a la obra. Ella sopleteaba y yo sostenía bajo los rayos del neón. Éramos tan felices. En eso sentimos unas voces. Dos chicos con longboards se cruzan para chusmear. Justo estábamos haciendo los pajaritos que se besan. Preguntan: quién es los hizo. Ella dice: ella. Uno vuelve a preguntar: y ése qué significa. Yo me avergüenzo. La insiginia de mi stencil tiene dieciséis años. Yo respondo, rubor y calor. Ellos festejan el pegaso y se van. Nos reímos exultantes, como dos adolescentes al salir del colegio.
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miércoles, 22 de octubre de 2014

Trescientos dos: Tengo un jardín hermoso

Me gusta el calor, me cambia el humor. Es guitarra, birra y bicicleta. Me tomo el bondi sin problemas. Viene explotado de gente. No me importa, abrí la ventana, por favor. Me encuentro con dos compas. Desde lejos, vemos la ranura trasera de un obrero trabajando la tierra en el puente de Berisso. No le importa, es el calor. Subo las escaleras, hay blues y ragtime, saco fotocopias fanática. Y dame también esta de Salgán. Abrazo los papeles. Me tomo el bondi. Atajo la bicicleta. Damos la vuelta a la circunvalación. I. trajo agua, yo no. No me importa. Dobla un bondi encima nuestro, es inmenso. Ella dice es una ballena, yo digo es un dinosaurio. Nos reímos del susto. Vamos por la birra, se me cansan las piernas. Gritamos cinco veces el nombre de M. en la puerta de su casa. Luces apagadas. Nos vamos. Compramos la birra, veinte pesos. Miramos uno de Capusoto, yo le digo mirá este de Moguilevsky y tutoriales de sellitos de goma. Ella se va. Yo agarro la guitarra y rumeo canciones. Tengo un jardín hermoso en el octavo piso. Tengo un malvón lleno de pimpollos.
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lunes, 20 de octubre de 2014

Trescientos uno: Abre

No hay momento más exquisito que destapar el germinador algodonado y descubrir el asome. La carita, la manita blanca de un brote, qué más da. Armé un sommier para siete prometedoras semillitas siguiendo la instrucciones precisas de O. Y desde entonces, todas las mañanas, destapo los platos hondos para ver el interior de ese ecosistema artificial que he creado para las niñas.
Como cocinera amateur que abre el horno y no deja levar la torta, yo abrí sistemáticamente (a veces dos o tres veces al día por si acaso) para ver el fenómeno conmovedor, no sin temor a interrumpir el proceso pero con las ansias inevitables que evoca traer al mundo semejantes plantas.
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domingo, 19 de octubre de 2014

Trescientos: Espontánea

Este domingo no se sintió domingo. No sé si el calor del mediodía, o el sol que despertó a las siete y media de la mañana con la gata sobre el abdomen o el frío que vino tras la noche. Después de veintinueve años no logro identificar qué es lo que hace a los domingos domingos y como al resto de los días sus respectivas sensaciones. Lo único que sé es que la felicidad nace de la anulación de la cabeza cada vez con mayor fuerza. Abrir un libro, leer las líneas y sentir. No pensar, sentir.
Vuelvo de ver una obra. Me gustaría ser más afectuosa con los desconocidos porque es una fuerza que me viene y yo reprimo y alguien te abraza y ahí entonces, es cierto, es tan simple como eso, es el cuerpo.
Me gusta el teatro porque los actores prestan su cuerpo a un desfile de emociones prestadas. Lo brindan con una sencillez que me quita el aliento. Están dispuestos a todo. Y yo no pido tanto siquiera, pido a secas poder decir cómo estás verdaderamente y escuchar la respuesta y no volarme tres segundos después. Pido al universo que mi corazón y mi cuerpo sean algo que se da sin mayores problemas, sin pedir nada a cambio, sin prolegómenos, prestar el cuerpo a mí misma.
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sábado, 18 de octubre de 2014

Doscientos noventa y nueve: Toma la ruta

Hoy decidí firmemente encarar las calles con mi bólido. Cohabitante L lo dejó bien fácil. Solo bastaba una maniobra y salía. Tomé la ruta obligada porque aún no estoy preparada para ser infractora voluntaria y doblar en U. De tanto pensar en cómo se manejaba la máquina me pasé un par de cuadras y me tocó cruce de diagonales. Sin sobresaltos, seguí. Llegué sana y salva a mi primer destino. Justo Dios me había dejado servido un gran (grandísimo) espacio para meter el auto en otra sola maniobra. Pero tenía que darle un besito al bólido delantero. Por suerte el dueño de aquél, era Dios en persona y me perdonó mis exabruptos al acomodarlo. Esa obsesión por buscar el paralelo al cordón, aún cuando la sensación de paralelas nunca es la realidad de las paralelas (he dicho).
Se relajó completamente al ver que apagaba el motor y me habló como se habla de conductor a conductor y se me infló el pecho como una paloma.
Luego bajé y le pregunté qué es lo que me había dicho: yo pensé que me iba a felicitar. Y cuando oí bien, en realidad me decía que estaba dejando las luces prendidas
Me ruboricé y encogí el pecho, mientras dejaba atrás mi cartel de principiante.


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