martes, 30 de agosto de 2011

Ciento sesenta y seis: A una mano

La anestesia musical no ha podido contra el dolor del cuerpo. Renegué de los músculos con la ambición de que el dolor se fuera, pero el dolor sigue allí, clavado como una estaca en la pared espalda. Ha ido bajando y subiendo todo el tiempo, se ha instalado irreversible hasta ser todo lo que pienso. El dolor carcome el pensamiento. Estamos solos, mi cuerpo y yo. Es una de las pocas veces que miro mi cuerpo a los ojos y le digo desafiante:
/ Siempre supe que estabas ahí, pero quizás ha llegado la hora de escucharte
Y sus formas de llamar la atención son éstas. "Ahora no te dejo", me dice. Y realmente no me está dejando. Escribir a una mano, tocar a una mano, andar en bicicleta a una mano, agarrarse del pasamanos, como nunca, a una sola mano, ya no como quien se balancea divertida.
Me dejan el asiento. Me siento incapaz de cosas. Lo dejo colgando como si no existiera, pero al momento ya estoy de nuevo usándolo, y él gritando, y yo llorando en el asiento mi lado izquierdo siempre imperfecto.
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lunes, 29 de agosto de 2011

Ciento sesenta y cinco: Domingo a la Bartók

Mientras el cumpleaños de la cohabitante se desarrollaba estridente en la otra sala, yo me dejaba ir por el túnel que conduce a la hungría musical de principios del siglo veinte. Umbilical por los oídos. Agradecí internamente a mis padres por haber comprado aquella colección de vinilos de música clásica que cachetea violentamente el archivo de la wiki y me refriega en las narinas el aroma de antiguos testamentos enterrados.
De la inocente indiferencia y el rechazo casi total, pasé a hacer las pases metafísicas con el tal Bartók. Porque el gusto, acostumbrada me tenía la oreja. Y una oreja acostumbrada, como cualquier otra costumbre que se cargue con inocencia, es una cosa asquerosa. Es condenarse al autoencierro masturbatorio siempre con lo mismo, una y otra vez, la misma piel, la misma calma.
Pero la belleza, y ahora lo creo con más fuerza, no puede nacer de la costumbre. La belleza tiene que ser una búsqueda -como aquel interrogarse por la música, buscándole el filo al rumor-. La búsqueda tiene que ser áurea, tal y como el sol.
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Ciento sesenta y cuatro: Escalada

Observo que he aprendido cosas preciosas sin notarlo. Lo percibo al decirlo, cuando ellos caen, y yo entro a explicarles con palabras que no siento propias, una información que ha venido como en un chip inserto en mi cerebro mientras yo dormía. Temo por la soberbia, y me cuido, sería fatal arruinarlo todo con ella. Pero al menos lo rotundo de mis palabras les ilumina la cara de comprensión, lucidez que no podría ligar a veracidad, lucidez que ellos mismos se forjan tras la caída de fichas.
Una tarde lluviosa fuera, adentro el mundo se compone de escalas mayores. Escalamos juntos el aconcagua de la música.
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sábado, 27 de agosto de 2011

Ciento sesenta y tres: Armonía

Toda la vida creí con absoluta convicción que era dispersa. Que mi dispersión era pereza, que mi pereza era aburrimiento, que el aburrimiento era indómito. Pero he podido sostener la atención hasta el final del día, de un día que empezó cuando salí del trabajo y pedaleé con el frío y me quedé esperando la hora justa para beber después, a sorbos, un té de jazmín. Para sucumbir ante las palabras que salían como pájaros de su boca, para comprender cabalmente todo. Donde todo es esto, tan pequeño y tan profundo, como el sonido. Y luego los pájaros se vinieron conmigo. Debieron ser mis ojos, su fijeza al mirar se impregnó de vuelo. Debió ser la atención sostenida como un hilo en tensión, como esas tacitas de plástico que solo comunicaban si la tensión estaba. Y sobrevolada con esos pájaros me pasé la noche tan liviana y etérea como nunca, tan armónica la noche tras el concierto del ruso boris que llevaba pájaros también pero de a bandadas por el cuerpo, le iban saliendo por las manos como en un shock eléctrico. Con la natural capacidad de volar, que es entregarse al aire con la total confianza de ser aire.
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Ciento sesenta y dos: El aire puente

Estábamos por salir. Yo prendí dos cigarrillos, fumé uno detrás de otro. Por el miedo. El miedo por la hostilidad del mundo. Era un prejuicio. No lo sabía bien.
Salimos con el tubo colgado al hombro y no tardé mucho en solicitar una oreja. Era saltar, ahora o nunca, pero no dudar jamás. Con la seguridad de la que pide lo más obvio. Sólo necesito tu oreja y apenas un poco de tu tiempo, solicité. Y él, al final del poema, además de sonreír recibió mis palabras ansiosas, ahora sonoras que decían: sos mi primera vez.
La euforia crecía con cada oreja, con la repetición de los poemas sin balbuceos, crecía como crece el corazón necesitado ante un abrazo, se ensancha.
Los rechazos no me debilitaban, me nacían ramas por todas partes flores. Porque la belleza de la emoción, de la emoción compartida, hace fugaces todas las estrellas; pero el rastro queda impreso en cada vida que despierta tras un poema.
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miércoles, 24 de agosto de 2011

Ciento sesenta y uno: Ciudadano de Berisso

Cuando me subí al taxi y él preguntó "por la 66", yo dije sí sin saber bien lo que significaría.
Y cuando efectivamente estuvimos "en la 66", él entonces dijo si yo alguna vez había ido por "la 66". Y yo que no, y él, que esto parece la entrada a Córdoba.
Él, que vivió en Córdoba dos años y medio por una mujer, pero que también La Rioja por una mujer y que también Tilcara por una mujer. "Pero esa se me enamoró y los padres me ayudaron a escapar". Y yo: vos naciste en Córdoba. Y él: Yo soy ciudadano de Berisso.
A él le gustaba viajar solo, solo con Dios, porque él no bebe, no toma drogas y se ha casado. Porque él es evangelista, dice. Y que una vez, estando en Colombia, fue a un recital donde estaba Fito Paez y Alejandro Sanz. Sí, dijo, en el mismo recital. Pero no estaba sorprendido, estaba dios.
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Ciento sesenta: Los filipinos

Más temprano, en el teatro, nos habían dicho que era solo con invitaciones de la embajada de Filipinas. Pero más tarde, a esa hora en que la terquedad es casi irritante, fuimos igualmente y conseguimos nuestras entradas gratis.
El director del coro explicó en perfecto inglés el repertorio y se sentó en la perfecta medialuna de coreutas en espejo. Y cuando ellos empezaron a vibrar, no corrió demasiado tiempo hasta sentir que lo que vibraba no era sólo su voz, ni su cuerpo, sino la sala entera (las cuarenta personas que éramos,en una sala de una capacidad de 260).
La profundidad de la entrega de esos sujetos como canales de la humanidad, no cabe en la lágrima que se me cayó. No cabe en nada. Ni siquiera tengo capacidad para ponerle palabras o expresiones en la cara, no me alcanzan los recursos físicos para hablar de la metafísica de ese canto.
Sólo diré lo que ya se sabe, que la música es universal, pero más universal es el sentir.
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lunes, 22 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y nueve: Empacho

Ahora mismo debo estar empachada. Recuerdo que mi viejo me curaba el empacho tirándome del cuerito hasta que sonara. Recuerdo que era una sensación como el calambre "agradesagrabable" (J.C.).
Hoy me comí en total más de 10 salchichas. Salchichas con puré, salchichas en pancho, salchichas cortadas en pequeñas rodajas con mostaza. Hoy me comí varios alfajores de maicena, más de 4 medialunas, una porción de tarta de coco y dulce de leche. Y confituras saladas varias, con una fuerte impronta de papas fritas. Y pedí chipá por un wokitoki y al rato cayó el chipá.
Bajé todo con mates lavados y urdí buenos tragos de cerveza. Me sentí en un cuadro de botero y quise cantar mientras pedaleaba el aria de una ópera. Y tuve en mi cuerpo, el impacto de mil recuerdos entremezclados. Y me fui a la cama, como una niña desgastada por un cumpleaños.
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Ciento cincuenta y ocho: La poesía por un tubo

No sé si es el aire cálido que llega a la oreja en pleno acoso del invierno, o es la ternura de la que frunce labios para que todo el poema quepa en un pequeño tubo, no sé si es que la noche estaba desierta y yo estaba apagándome, si es que yo estaba turbia, sombría, lejana; o la sensibilidad de mi oreja; pero seguro un puente horizontal que cruzaba de boca a oreja, a oreja de ojos cerrados, a sonrisa que se expande tras el final de un verso, a intención corazonada, a lágrimas por dentro. El susurro se cuela irreversible entre la costa de ecos y ya no hay nada que hacer con él, pues adentro ramifica rezos.
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Ciento cincuenta y siete: Perder la nariz

Ese día salí con ira, pero cargué la nariz en el fondo del bolso. Nariz de gomaespuma, nunca se sabe. Sabía que sabiéndola conmigo todo podía llegar a ser más etéreo (o hiperreal o surreal). Una nariz roja como mi corazón rojo en el fondo de un bolso, del caos de los objetos que acumula el tiempo en sumatoria.
Pero todo el tiempo estuvo saliéndose tras distracciones, saltaba al piso, a la nariz de otros, de nariz en nariz la nariz andaba. Y en otra distracción, algo más penosa por ansiosa locura de las seis de la mañana, me fui corriendo del bar. Y luego él me contó que ella no quiso irse del baile, que en vez estaba montada a la nariz de un desconocido que se ufanaba del encuentro. Él se la quitó y la guardó. Él tiene mi corazón perdido en comodato.
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viernes, 19 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y seis: Extinción del arcoiris

Recuerdo haber aprendido que el arcoiris nace de la combinación de la lluvia y los rayos del sol. Pero hace un tiempo que dejé de creer en ese recuerdo.
Hoy yo iba en mi bicicleta, anonadada en la música y el pedaleo, mientras llovía y salía el sol a la misma vez. Miraba hacia arriba y el cielo casi despejado, celeste turquesa, no mostraba ningún arcoiris. En cambio el frío era un tiranosaurio rex que rasgaba la ropa al andar.
Todo el día anduve buscando el arcoiris, pero sólo lo encontré dentro, mezclado entre la ira y el entusiasmo, núcleo poético.
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Ciento cincuenta y cinco: Érase Kapocha

En el envión de bebernos unas cuantas cervezas en vasos de tragos largos, coincidimos en "mover" hacia el lugar más próximo con karaoke.
Cuando arribamos, yo pedí el karaoke y ella dijo: tienen que consumir.
La lista de temas que apenas recuerdo esbozaba: arjona, raphael, cumbias varias y pachangas de muy diverso tipo. Él cantó: Dime que no. Y nosotras: Signos, de Soda Stereo (aunque el animador de la fiesta había prometido: canción animal).
Tras el canto que fue escueto pero abrumadora la voz del último cantante haciendo vibratos sobre una de robbie williams, se habilitó el baile. En una oscuridad típica de bares de mala muerte, las mujeres presentes bailaban y bamboleaban de a pares en torno del caño. Luego soltaron las fieras y se armó la pachanga.
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Ciento cincuenta y cuatro: Compra de pelucas

Al anochecer de los húmedos días que se viven, fuimos a comprar pelucas de colores al cotillón más próximo y ambicioso en variedades. Las pelucas estaban dispuestas sobre una pared, embolsadas, con imágenes de modelos chinas. A las chinas de las imágenes todas las pelucas les quedan bien porque esas pelucas no son las que están dentro de la bolsa, sino otras creadas a tal fin con fotoyop.
Ella insinúa pedir permiso para sacarlas de las bolsas, yo digo que no. La pregunta aviva el espíritu represivo de cualquier empleado de cotillón para niños.
Empiezo a probármelas y observo entristecida en el reflejo lo mal que me sientan todas. Hasta que se acerca el empleado de cotillón y dice lo que finalmente se espera que diga. Esto es: "NO PUEDEN PROBÁRSELAS, CHICAS". Nos arrastra hacia un muestrario de pelucas dispuestas sobre modelos peladas. Las pelucas no son las mismas que las de las bolsas, por lo cual es un absurdo probarse esas pelucas. Pero igual las probamos. La de la corte inglesa me queda perfecta, rulos blancos sobre los hombros caen. Eufórica voy hacia las bolsas y confirmo con decepción que ninguna es semejante.
Yo me llevó un carré azul, ella una melena amarilla. Y a la salida, con nuestras pelucas puestas, nos bebemos una botellita de chocolate con whisky cada una.
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Ciento cincuenta y tres: Columna vertebral

No es casual que yo cargue una escoliosis y una cifosis en la línea que traza la organización de mis huesos. No es casual porque siempre estoy yéndome por las tangentes. Tengo esa tendencia a torcerme, inevitablemente, por un hábito que se presenta bastante irreversible.
Pero esta es la primera vez en mi vida, y para mí es larga mi vida como mi columna, la primera que voy a hacer un esfuerzo por algo realmente importante para mí misma. Todo me ha resultado tan fácil, como siguiendo una inercia natural, me he dejado llevar por la escritura como quien no quiere la cosa, y por la academia, la intelectualidad sin vértigo alguno. Sólo el deporte me invitó al esfuerzo y por eso, siempre lo dejé. Todo lo demás está cargado de un facilismo atroz.
La música a los 26. Un oído claro es algo, pero la técnica me requiere el esfuerzo y acarrea resistencia. Esta es la primera vez en mi vida que estoy esforzándome verdaderamente y el obstáculo, la dureza de mi cuerpo, no me frustra. Esta es la primera vez que el deseo no desaparece tras el llanto.
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lunes, 15 de agosto de 2011

Ciento cincuenta y dos: Huevitos

Si el día tuviera una inflexión (y a veces la tiene), la de hoy sería la concreción de la compra de dos huevitos violetas postfeministas. Agitadores de bolsillo o de cartera, estos "shakers" me han renovado el gusto por el ritmo, el ritmo que se ritma en las esperas de colectivos, de gentes, de anhelos.

Cuando me urgió el deseo de tenerlos (a mí los deseos no se me instalan, me urgen) rastreé los precios en internet y prontamente los olvidé. En otro acceso del deseo, pensé cómo es que iba a pedírselos al vendedor, porque la frase: ¿Tenés huevitos?, no me parecía pertinente.
Tanto así que debo haber estado dos semanas, entre pensando y postergando, para decidirme finalmente hoy a atravesar la ciudad para acceder al maravilloso mundo del sucundum portable. Y una vez allí, pedí cuerdas, pedal y luego dije: "de esos huevitos", sin señalar tal o cual cosa, sino un impreciso "esos" (ni los tuyos, ni los de él) y el vendedor entendió perfectamente que no se trataban de los suyos, de los propios, ni los ajenos, sino de un simpático producto que viene por dos y que cuesta doce pesos. No da dolores en la entrepierna ni cría espermatozoides.
Ahora yo tengo mis huevitos.
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Ciento cincuenta y uno: Domingo electoral

Prorrogué lo más que pude. Cuando fui eran las cuatro, cuando volví eran las seis. La tarde estaba soleada como poco solea hace mucho. Libro, Música, DNI y resaca a cuestas. Mis ojos buscan la fila y me enfilo. No parece ser una fila infinita (pero secretamente lo es). Tengo a Susan en el bolso y un piano en los oídos. Leo como hace semanas que no leo. Estoy obligada -felizmente- a leer de corrido, y a avanzar cuando el rebaño avanza. Leo y marco, cada frase que leo contradice las frases que oigo en un intervalo sin auriculares.
Cuando estoy a punto de llegar al cuarto oscuro, desmonto el dispositivo evasivo y hablo con el tipo de atrás. Bah, él me habla, me dice: Te envidié todo este tiempo. Sé que no lo dice por la Susan, ciertamente no la ha visto. Lo dice por el dispositivo (libro y mp3). Entrecorta las palabras. Está feliz igual. No dice porqué pero yo en su cara estimo una felicidad tan simple que contradice todo lo leído.
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Ciento cincuenta: Veda

En la veda, la abstemidad es pecado.

(Supe por el kiosquero que él respondería a los golpes en la puerta entregando la bebida correspondiente)

Son las tres de la mañana. Partimos, las tres, hacia la imprecisa coordenada. Son las tres y media, probablemente. Estamos frente al portón de un garage, oímos la música, golpeamos, volvemos a golpear. Nos entra apenas pánico. (Habría otras fiestas clandestinas). Nos abren.

Tres autos. Un taller mecánico. Luces y lasers. Veintipico de personas, no más. La música apesta (y lo sabemos antes de entrar, pero no nos importa). El alcohol es gratis. Hay un tubo de calor.

Todos son amables. Hay alcohol gratis. No se oye la veda. Entonces bailar como si fuera la última noche. Un círculo de diez personas, no más. Todos son amables. Bailar, como si se acabara el mundo. Beber, como si fueran últimos tragos, cada uno.
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domingo, 14 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y nueve: El niño que se comió un pez

Esa noche pedí sushi. El buen sushi que supe conseguir otras veces, esta vez era un recuerdo que devaluaba el presente del sushi en la boca.
Haciendo el ritual de los palitos de bambú, perdiendo el equilibrio de la pieza de vez en vez, al niño el sabor del pescado le hizo recordar que aquella vez, cuando estuvo de pesca horas y más horas y sólo pescó un pequeño pez, se lo comió recién salido del agua, entero como venía y masticó su vida, como si no valiera nada. Pero todo el día tuvo el sabor de su muerte, y le sigue hasta hoy, despierta tras el sushi. Llevará esa muerte siempre a cuestas.
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sábado, 13 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y ocho: El boicoteador

Puedo levantarme por la mañana, trabajar todo el día y estar de corrido a punto de estallar, caminando por una cornisa y a la primer furia saltar como un puma al cuello de alguien.

La víctima: un coreuta.
El motivo: no le cabe nada. Dice tener problemas consigo mismo y los resuelve, con su mochila colgada al hombro a punto de irse (¿pero por qué no te vas?), en nuestro último ensayo.

(Ya venía yo acumulándole broncas. Sólo necesitaba ciertamente una buena excusa)

Y él insiste con invocar los pormenores negativos, aunque no sabe, no sabe casi nada, pero no quiere, pero no deja, y arrastra con su malestar a una jauría de entusiastas, y aplasta. Tengo su cara en mis córneas ahora mismo, mi brazo se tensa como invitándome a pegarle, pero le pego con la palabra hasta que chorrae su sudor como una gota gorda por su espalda. Pero no tiene miedo. Está envuelto en sí mismo, catapultado hacia al mal. Es el mal. Es el boicoteador.
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Ciento cuarenta y siete: Epidemiología

Prácticamente mi existencia se ha convertido en un cuerpo anquilosado sentado frente a una máquina consumiendo números de más de 5 dígitos referidos a muertes y enfermedades. Tengo en mi cerebro un mapa del estado de insalubridad generalizado. Pienso: la humanidad no es un buen lugar. La tasa de fertilidad baja y yo colaboro con bajar la tasa promedio, renunciando completamente a traer un niño al mundo, un mundo en el que la mayoría de la población muere por insuficiencias en el corazón. (Eso ya lo sabía, por eso se sufre tanto por amor). Es que sí, en este país, el corazón callado cunde y el no sentir es hábito. La insensibilidad te mata, la sensibilidad también, pues no te dejan, la vía libre al corazón.
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jueves, 11 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y seis: El ego de los artistas

A veces pienso: debo decírselo.

¿La madurez podría medirse por el nivel de decepciones?

Y no se lo digo, más bien me voy por mi cerebro cuando aplasta el ego del artista.

Él se ha sentado, tirado hacia atrás y ha empezado a hablarme de todos sus logros y futuros promisorios.

No pude calcular el tiempo que estuvo hablando de sí mismo, pero mejor que no lo hice, porque eso hubiese incrementado la decepción.

La gracia de los museos es que uno no conoce personalmente al artista.
La desgracia de algunos artistas, su ego.

La próxima voy a decírselo.
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Ciento cuarenta y cinco: música en japonés

Encontré un patrón encantador en mi gusto por la música contemporánea, japonesa, en piano. Un patrón que es el obstinato mismo. Obstinato que me obsesiona, y habiéndolo escuchado una enferma cantidad de veces, he hundido mi carne en el sonido, toda. Mi hombro, su queja ahora despierta, sólo el izquierdo. Podría insistir todavía más y tocar hasta dormirme. Pero no soy buena. Soy simplemente muy entusiasta y volátil.
Me desgarran algunas cosas, hechas con sangre.
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domingo, 7 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y cuatro: Domingos de consumo

Me desperté enumerando todo lo que odio.
Habiendo hecho la catarsis pertinente, la ducha haría suya la catarsis del cuerpo.
Pulcros los estados, rota la cabeza -pero limpia, sí, muy limpia- el pedaleo me alcanza hasta el bar. Soy la fractura. Estoy en una cinta donde la gente se desliza, a montones, para consumir. Y empujan (pechan), se resisten a los cuerpos, se clavan frente a las prendas, se emocionan con las liquidaciones, se desesperan, sí, son mujeres desesperadas. Abrazan la ropa con un fervor que me espanta. Yo me someto a la manicure, solo porque ella me cae bien y creo que le apasiona, aunque también le apasionara el canto lírico. Ha descubierto mi clave de fe, y con ella, yo descubrí su secreto, el núcleo de su neurosis.
Sólo está mi cuerpo como una delgada línea floja, que ondula cuando la ola de mujeres empuja. Tengo una prótesis colgando del cuello. Una prótesis de la memoria visual. Me siento fálica cada vez que mi ojo estructura un cuadro. Soy la antípoda de ese género que devora moda.
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Ciento cuarenta y tres: Encontrarse

Pedaleo con un grupo de militantes pedaleadores. El sol nos sigue al compás de dos por cuatro, hasta que el frío nos obliga a meternos en una casa en una conversación en unatardecer de invierno.
Estoy atenta a este río caudaloso, me dejo llevar por su corriente. Es la corriente de los que corren tras sus deseos. Hay un gusto exquisito en lo genuino. Hay en mí, a pura y sencilla intuición, un recorrido lúcido. Estoy segura, estoy arraigada en un trance perceptual. Todo lo que está aquí, cada decisión tomada es tan acertada, cada signo una confirmación. Me he labrado.

Estoy encontrada, y eso, ha devenido encontrarse con los encontrados, como si cada uno de sus hilos (ahora están, mañana quizás no), cada uno, este tejido. Me he labrado en la oscilación entre el azar y la voluntad.
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Ciento cuarenta y dos: Abolición de cabeza

Todos los fines de semana sin falta suscribo a la abolición de cabeza. Si los fines de semana comienzan los jueves por la noche, como el lento transpirar de los vidrios en invierno, duermo cuatro horas y con eso subsisto. Mínimo de energía indispensable para trabajar como autómata, abolida pero no muerta, cuerpo en tránsito de aquí para allá. Si hay suerte de mi lado, puedo dormir siestas tardías restauradoras. Vivir quizá como se vive una vida donde se hace lo que se puede para que todo quepe en una sola vida. A contramano de vidas que se viven como si fuesen infinitas. Una vida en desuso, nihil, una vida ni, es prácticamente una muerte.
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viernes, 5 de agosto de 2011

Ciento cuarenta y uno: Pastelitos

Sopaypilla los llaman en el lugar de donde vengo. Aquí simplemente "pastelitos".

Por la mañana, asistí a una reunión donde había pastelitos. Mi cerebro era un pastelito, pero esos pastelitos tenían grana de colores. Acepté uno sin dudar. El contraste entre el ácido membrillo blando y el dulce sabor crujiente de esa masa, me pone fácil las cosas.
Intenté comerlo haciendo el menor desacato posible. Una a una, cada una de sus hojas sobre una servilleta donde iba creciendo transparente la grasa. Hasta que me animé a llevármelo a la boca. Clavé los dientes con toda seguridad y cayeron migas como lluvia.
Oh vaya sorpresa, el sabor dulce de la batata almibarada, me desarmó. Porque la grana, la grana ha sido siempre un indicador del membrillo.
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miércoles, 3 de agosto de 2011

Ciento cuarenta: Berisso

Me gustaría que todo el mundo fuese como Berisso. Todas mis experiencias con Berisso son agradables (la palabra agradable es agradable). Extraño ir a Berisso en alguna de mis bicis. Últimamente solo voy en colectivo. Hace frío. Hoy dicen que nevó. Yo estaba absorta en una computadora, trabajaba. Pero a la noche, Berisso, el frío qué me importa. Si llego y todo es siempre otro tiempo. El mismo frío, pero otro tiempo, entendeme.
Hoy fui a un kiosco. Sabía los nombres de sus dueños. Entonces, cuando yo dije: Anahí, ella sonrió. Y cuando dije: boliche, también. De esos kioscos que tienen de todo, pero no a la vista. Solo a la vista de quienes lo habitan. Pedí esas golosinas que te explotan en la lengua y ella dijo: Sí, 30 años hace que estamos. Imposible no tener de esas golosinas que te explotan en la lengua.
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Ciento treinta y nueve: Ensayar

Dícese de poner a prueba o entrenarse.
Nunca he estado más cerca del deporte.
Si ensayar es, entonces, entrenarse, el deporte del arte ha de ser el único deporte que alguna vez me motive a agitar el cuerpo, por la consagración estética, por la sensibilidad poética.

¿Cuál es el fin del deporte?
¿La competencia? ¿La adrenalina? ¿El esculpir un cuerpo? ¿La superación?

¿Cuál es el fin del arte?
Sentir.
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martes, 2 de agosto de 2011

Ciento treinta y ocho: Washing-machine

Cuando llegó, me le acerqué pero no pudimos establecer un diálogo. Nos mirábamos, y entre los dos, un abismo. Llamé a varios terapeutas que nos hicieran las cosas más fáciles, pero la ansiedad es brutal. Luego llegó ella, se sentó a sus pies -yo escuchaba embelesada su diálogo silencioso- y al rato dijo:
- Ya está.
Todo era fácil de pronto, tan sólo poner la ropa y contemplar los giros. Tan solo esperar una medida de tiempo y anticiparse al final con el aroma que perfuma toda la casa.
Ahora escucho su rumbo dinámico mezclado con las melodías de la mañana, y todo es encantadoramente pulcro.
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