martes, 30 de agosto de 2011
Ciento sesenta y seis: A una mano
/ Siempre supe que estabas ahí, pero quizás ha llegado la hora de escucharte
Y sus formas de llamar la atención son éstas. "Ahora no te dejo", me dice. Y realmente no me está dejando. Escribir a una mano, tocar a una mano, andar en bicicleta a una mano, agarrarse del pasamanos, como nunca, a una sola mano, ya no como quien se balancea divertida.
Me dejan el asiento. Me siento incapaz de cosas. Lo dejo colgando como si no existiera, pero al momento ya estoy de nuevo usándolo, y él gritando, y yo llorando en el asiento mi lado izquierdo siempre imperfecto.
lunes, 29 de agosto de 2011
Ciento sesenta y cinco: Domingo a la Bartók
De la inocente indiferencia y el rechazo casi total, pasé a hacer las pases metafísicas con el tal Bartók. Porque el gusto, acostumbrada me tenía la oreja. Y una oreja acostumbrada, como cualquier otra costumbre que se cargue con inocencia, es una cosa asquerosa. Es condenarse al autoencierro masturbatorio siempre con lo mismo, una y otra vez, la misma piel, la misma calma.
Pero la belleza, y ahora lo creo con más fuerza, no puede nacer de la costumbre. La belleza tiene que ser una búsqueda -como aquel interrogarse por la música, buscándole el filo al rumor-. La búsqueda tiene que ser áurea, tal y como el sol.
Ciento sesenta y cinco: Domingo a la Bartók
Ciento sesenta y cuatro: Escalada
Una tarde lluviosa fuera, adentro el mundo se compone de escalas mayores. Escalamos juntos el aconcagua de la música.
Ciento sesenta y cuatro: Escalada
sábado, 27 de agosto de 2011
Ciento sesenta y tres: Armonía
Ciento sesenta y tres: Armonía
Ciento sesenta y dos: El aire puente
Salimos con el tubo colgado al hombro y no tardé mucho en solicitar una oreja. Era saltar, ahora o nunca, pero no dudar jamás. Con la seguridad de la que pide lo más obvio. Sólo necesito tu oreja y apenas un poco de tu tiempo, solicité. Y él, al final del poema, además de sonreír recibió mis palabras ansiosas, ahora sonoras que decían: sos mi primera vez.
La euforia crecía con cada oreja, con la repetición de los poemas sin balbuceos, crecía como crece el corazón necesitado ante un abrazo, se ensancha.
Los rechazos no me debilitaban, me nacían ramas por todas partes flores. Porque la belleza de la emoción, de la emoción compartida, hace fugaces todas las estrellas; pero el rastro queda impreso en cada vida que despierta tras un poema.
Ciento sesenta y dos: El aire puente
miércoles, 24 de agosto de 2011
Ciento sesenta y uno: Ciudadano de Berisso
Y cuando efectivamente estuvimos "en la 66", él entonces dijo si yo alguna vez había ido por "la 66". Y yo que no, y él, que esto parece la entrada a Córdoba.
Él, que vivió en Córdoba dos años y medio por una mujer, pero que también La Rioja por una mujer y que también Tilcara por una mujer. "Pero esa se me enamoró y los padres me ayudaron a escapar". Y yo: vos naciste en Córdoba. Y él: Yo soy ciudadano de Berisso.
A él le gustaba viajar solo, solo con Dios, porque él no bebe, no toma drogas y se ha casado. Porque él es evangelista, dice. Y que una vez, estando en Colombia, fue a un recital donde estaba Fito Paez y Alejandro Sanz. Sí, dijo, en el mismo recital. Pero no estaba sorprendido, estaba dios.
Ciento sesenta y uno: Ciudadano de Berisso
Ciento sesenta: Los filipinos
El director del coro explicó en perfecto inglés el repertorio y se sentó en la perfecta medialuna de coreutas en espejo. Y cuando ellos empezaron a vibrar, no corrió demasiado tiempo hasta sentir que lo que vibraba no era sólo su voz, ni su cuerpo, sino la sala entera (las cuarenta personas que éramos,en una sala de una capacidad de 260).
La profundidad de la entrega de esos sujetos como canales de la humanidad, no cabe en la lágrima que se me cayó. No cabe en nada. Ni siquiera tengo capacidad para ponerle palabras o expresiones en la cara, no me alcanzan los recursos físicos para hablar de la metafísica de ese canto.
Sólo diré lo que ya se sabe, que la música es universal, pero más universal es el sentir.
Ciento sesenta: Los filipinos
lunes, 22 de agosto de 2011
Ciento cincuenta y nueve: Empacho
Hoy me comí en total más de 10 salchichas. Salchichas con puré, salchichas en pancho, salchichas cortadas en pequeñas rodajas con mostaza. Hoy me comí varios alfajores de maicena, más de 4 medialunas, una porción de tarta de coco y dulce de leche. Y confituras saladas varias, con una fuerte impronta de papas fritas. Y pedí chipá por un wokitoki y al rato cayó el chipá.
Bajé todo con mates lavados y urdí buenos tragos de cerveza. Me sentí en un cuadro de botero y quise cantar mientras pedaleaba el aria de una ópera. Y tuve en mi cuerpo, el impacto de mil recuerdos entremezclados. Y me fui a la cama, como una niña desgastada por un cumpleaños.
Ciento cincuenta y nueve: Empacho
Ciento cincuenta y ocho: La poesía por un tubo
Ciento cincuenta y ocho: La poesía por un tubo
Ciento cincuenta y siete: Perder la nariz
Pero todo el tiempo estuvo saliéndose tras distracciones, saltaba al piso, a la nariz de otros, de nariz en nariz la nariz andaba. Y en otra distracción, algo más penosa por ansiosa locura de las seis de la mañana, me fui corriendo del bar. Y luego él me contó que ella no quiso irse del baile, que en vez estaba montada a la nariz de un desconocido que se ufanaba del encuentro. Él se la quitó y la guardó. Él tiene mi corazón perdido en comodato.
Ciento cincuenta y siete: Perder la nariz
viernes, 19 de agosto de 2011
Ciento cincuenta y seis: Extinción del arcoiris
Hoy yo iba en mi bicicleta, anonadada en la música y el pedaleo, mientras llovía y salía el sol a la misma vez. Miraba hacia arriba y el cielo casi despejado, celeste turquesa, no mostraba ningún arcoiris. En cambio el frío era un tiranosaurio rex que rasgaba la ropa al andar.
Todo el día anduve buscando el arcoiris, pero sólo lo encontré dentro, mezclado entre la ira y el entusiasmo, núcleo poético.
Ciento cincuenta y seis: Extinción del arcoiris
Ciento cincuenta y cinco: Érase Kapocha
Cuando arribamos, yo pedí el karaoke y ella dijo: tienen que consumir.
La lista de temas que apenas recuerdo esbozaba: arjona, raphael, cumbias varias y pachangas de muy diverso tipo. Él cantó: Dime que no. Y nosotras: Signos, de Soda Stereo (aunque el animador de la fiesta había prometido: canción animal).
Tras el canto que fue escueto pero abrumadora la voz del último cantante haciendo vibratos sobre una de robbie williams, se habilitó el baile. En una oscuridad típica de bares de mala muerte, las mujeres presentes bailaban y bamboleaban de a pares en torno del caño. Luego soltaron las fieras y se armó la pachanga.
Ciento cincuenta y cinco: Érase Kapocha
Ciento cincuenta y cuatro: Compra de pelucas
Ella insinúa pedir permiso para sacarlas de las bolsas, yo digo que no. La pregunta aviva el espíritu represivo de cualquier empleado de cotillón para niños.
Empiezo a probármelas y observo entristecida en el reflejo lo mal que me sientan todas. Hasta que se acerca el empleado de cotillón y dice lo que finalmente se espera que diga. Esto es: "NO PUEDEN PROBÁRSELAS, CHICAS". Nos arrastra hacia un muestrario de pelucas dispuestas sobre modelos peladas. Las pelucas no son las mismas que las de las bolsas, por lo cual es un absurdo probarse esas pelucas. Pero igual las probamos. La de la corte inglesa me queda perfecta, rulos blancos sobre los hombros caen. Eufórica voy hacia las bolsas y confirmo con decepción que ninguna es semejante.
Yo me llevó un carré azul, ella una melena amarilla. Y a la salida, con nuestras pelucas puestas, nos bebemos una botellita de chocolate con whisky cada una.
Ciento cincuenta y cuatro: Compra de pelucas
Ciento cincuenta y tres: Columna vertebral
Pero esta es la primera vez en mi vida, y para mí es larga mi vida como mi columna, la primera que voy a hacer un esfuerzo por algo realmente importante para mí misma. Todo me ha resultado tan fácil, como siguiendo una inercia natural, me he dejado llevar por la escritura como quien no quiere la cosa, y por la academia, la intelectualidad sin vértigo alguno. Sólo el deporte me invitó al esfuerzo y por eso, siempre lo dejé. Todo lo demás está cargado de un facilismo atroz.
La música a los 26. Un oído claro es algo, pero la técnica me requiere el esfuerzo y acarrea resistencia. Esta es la primera vez en mi vida que estoy esforzándome verdaderamente y el obstáculo, la dureza de mi cuerpo, no me frustra. Esta es la primera vez que el deseo no desaparece tras el llanto.
Ciento cincuenta y tres: Columna vertebral
lunes, 15 de agosto de 2011
Ciento cincuenta y dos: Huevitos
Cuando me urgió el deseo de tenerlos (a mí los deseos no se me instalan, me urgen) rastreé los precios en internet y prontamente los olvidé. En otro acceso del deseo, pensé cómo es que iba a pedírselos al vendedor, porque la frase: ¿Tenés huevitos?, no me parecía pertinente.
Tanto así que debo haber estado dos semanas, entre pensando y postergando, para decidirme finalmente hoy a atravesar la ciudad para acceder al maravilloso mundo del sucundum portable. Y una vez allí, pedí cuerdas, pedal y luego dije: "de esos huevitos", sin señalar tal o cual cosa, sino un impreciso "esos" (ni los tuyos, ni los de él) y el vendedor entendió perfectamente que no se trataban de los suyos, de los propios, ni los ajenos, sino de un simpático producto que viene por dos y que cuesta doce pesos. No da dolores en la entrepierna ni cría espermatozoides.
Ahora yo tengo mis huevitos.
Ciento cincuenta y dos: Huevitos
Ciento cincuenta y uno: Domingo electoral
Cuando estoy a punto de llegar al cuarto oscuro, desmonto el dispositivo evasivo y hablo con el tipo de atrás. Bah, él me habla, me dice: Te envidié todo este tiempo. Sé que no lo dice por la Susan, ciertamente no la ha visto. Lo dice por el dispositivo (libro y mp3). Entrecorta las palabras. Está feliz igual. No dice porqué pero yo en su cara estimo una felicidad tan simple que contradice todo lo leído.
Ciento cincuenta y uno: Domingo electoral
Ciento cincuenta: Veda
(Supe por el kiosquero que él respondería a los golpes en la puerta entregando la bebida correspondiente)
Son las tres de la mañana. Partimos, las tres, hacia la imprecisa coordenada. Son las tres y media, probablemente. Estamos frente al portón de un garage, oímos la música, golpeamos, volvemos a golpear. Nos entra apenas pánico. (Habría otras fiestas clandestinas). Nos abren.
Tres autos. Un taller mecánico. Luces y lasers. Veintipico de personas, no más. La música apesta (y lo sabemos antes de entrar, pero no nos importa). El alcohol es gratis. Hay un tubo de calor.
Todos son amables. Hay alcohol gratis. No se oye la veda. Entonces bailar como si fuera la última noche. Un círculo de diez personas, no más. Todos son amables. Bailar, como si se acabara el mundo. Beber, como si fueran últimos tragos, cada uno.
Ciento cincuenta: Veda
domingo, 14 de agosto de 2011
Ciento cuarenta y nueve: El niño que se comió un pez
Haciendo el ritual de los palitos de bambú, perdiendo el equilibrio de la pieza de vez en vez, al niño el sabor del pescado le hizo recordar que aquella vez, cuando estuvo de pesca horas y más horas y sólo pescó un pequeño pez, se lo comió recién salido del agua, entero como venía y masticó su vida, como si no valiera nada. Pero todo el día tuvo el sabor de su muerte, y le sigue hasta hoy, despierta tras el sushi. Llevará esa muerte siempre a cuestas.
Ciento cuarenta y nueve: El niño que se comió un pez
sábado, 13 de agosto de 2011
Ciento cuarenta y ocho: El boicoteador
La víctima: un coreuta.
El motivo: no le cabe nada. Dice tener problemas consigo mismo y los resuelve, con su mochila colgada al hombro a punto de irse (¿pero por qué no te vas?), en nuestro último ensayo.
(Ya venía yo acumulándole broncas. Sólo necesitaba ciertamente una buena excusa)
Y él insiste con invocar los pormenores negativos, aunque no sabe, no sabe casi nada, pero no quiere, pero no deja, y arrastra con su malestar a una jauría de entusiastas, y aplasta. Tengo su cara en mis córneas ahora mismo, mi brazo se tensa como invitándome a pegarle, pero le pego con la palabra hasta que chorrae su sudor como una gota gorda por su espalda. Pero no tiene miedo. Está envuelto en sí mismo, catapultado hacia al mal. Es el mal. Es el boicoteador.
Ciento cuarenta y ocho: El boicoteador
Ciento cuarenta y siete: Epidemiología
Ciento cuarenta y siete: Epidemiología
jueves, 11 de agosto de 2011
Ciento cuarenta y seis: El ego de los artistas
¿La madurez podría medirse por el nivel de decepciones?
Y no se lo digo, más bien me voy por mi cerebro cuando aplasta el ego del artista.
Él se ha sentado, tirado hacia atrás y ha empezado a hablarme de todos sus logros y futuros promisorios.
No pude calcular el tiempo que estuvo hablando de sí mismo, pero mejor que no lo hice, porque eso hubiese incrementado la decepción.
La gracia de los museos es que uno no conoce personalmente al artista.
La desgracia de algunos artistas, su ego.
La próxima voy a decírselo.
Ciento cuarenta y seis: El ego de los artistas
Ciento cuarenta y cinco: música en japonés
Me desgarran algunas cosas, hechas con sangre.
Ciento cuarenta y cinco: música en japonés
domingo, 7 de agosto de 2011
Ciento cuarenta y cuatro: Domingos de consumo
Habiendo hecho la catarsis pertinente, la ducha haría suya la catarsis del cuerpo.
Pulcros los estados, rota la cabeza -pero limpia, sí, muy limpia- el pedaleo me alcanza hasta el bar. Soy la fractura. Estoy en una cinta donde la gente se desliza, a montones, para consumir. Y empujan (pechan), se resisten a los cuerpos, se clavan frente a las prendas, se emocionan con las liquidaciones, se desesperan, sí, son mujeres desesperadas. Abrazan la ropa con un fervor que me espanta. Yo me someto a la manicure, solo porque ella me cae bien y creo que le apasiona, aunque también le apasionara el canto lírico. Ha descubierto mi clave de fe, y con ella, yo descubrí su secreto, el núcleo de su neurosis.
Sólo está mi cuerpo como una delgada línea floja, que ondula cuando la ola de mujeres empuja. Tengo una prótesis colgando del cuello. Una prótesis de la memoria visual. Me siento fálica cada vez que mi ojo estructura un cuadro. Soy la antípoda de ese género que devora moda.
Ciento cuarenta y cuatro: Domingos de consumo
Ciento cuarenta y tres: Encontrarse
Estoy atenta a este río caudaloso, me dejo llevar por su corriente. Es la corriente de los que corren tras sus deseos. Hay un gusto exquisito en lo genuino. Hay en mí, a pura y sencilla intuición, un recorrido lúcido. Estoy segura, estoy arraigada en un trance perceptual. Todo lo que está aquí, cada decisión tomada es tan acertada, cada signo una confirmación. Me he labrado.
Estoy encontrada, y eso, ha devenido encontrarse con los encontrados, como si cada uno de sus hilos (ahora están, mañana quizás no), cada uno, este tejido. Me he labrado en la oscilación entre el azar y la voluntad.
Ciento cuarenta y tres: Encontrarse
Ciento cuarenta y dos: Abolición de cabeza
Ciento cuarenta y dos: Abolición de cabeza
viernes, 5 de agosto de 2011
Ciento cuarenta y uno: Pastelitos
Por la mañana, asistí a una reunión donde había pastelitos. Mi cerebro era un pastelito, pero esos pastelitos tenían grana de colores. Acepté uno sin dudar. El contraste entre el ácido membrillo blando y el dulce sabor crujiente de esa masa, me pone fácil las cosas.
Intenté comerlo haciendo el menor desacato posible. Una a una, cada una de sus hojas sobre una servilleta donde iba creciendo transparente la grasa. Hasta que me animé a llevármelo a la boca. Clavé los dientes con toda seguridad y cayeron migas como lluvia.
Oh vaya sorpresa, el sabor dulce de la batata almibarada, me desarmó. Porque la grana, la grana ha sido siempre un indicador del membrillo.
Ciento cuarenta y uno: Pastelitos
miércoles, 3 de agosto de 2011
Ciento cuarenta: Berisso
Hoy fui a un kiosco. Sabía los nombres de sus dueños. Entonces, cuando yo dije: Anahí, ella sonrió. Y cuando dije: boliche, también. De esos kioscos que tienen de todo, pero no a la vista. Solo a la vista de quienes lo habitan. Pedí esas golosinas que te explotan en la lengua y ella dijo: Sí, 30 años hace que estamos. Imposible no tener de esas golosinas que te explotan en la lengua.
Ciento cuarenta: Berisso
Ciento treinta y nueve: Ensayar
Nunca he estado más cerca del deporte.
Si ensayar es, entonces, entrenarse, el deporte del arte ha de ser el único deporte que alguna vez me motive a agitar el cuerpo, por la consagración estética, por la sensibilidad poética.
¿Cuál es el fin del deporte?
¿La competencia? ¿La adrenalina? ¿El esculpir un cuerpo? ¿La superación?
¿Cuál es el fin del arte?
Sentir.
Ciento treinta y nueve: Ensayar
martes, 2 de agosto de 2011
Ciento treinta y ocho: Washing-machine
- Ya está.
Todo era fácil de pronto, tan sólo poner la ropa y contemplar los giros. Tan solo esperar una medida de tiempo y anticiparse al final con el aroma que perfuma toda la casa.
Ahora escucho su rumbo dinámico mezclado con las melodías de la mañana, y todo es encantadoramente pulcro.
Ciento treinta y ocho: Washing-machine