No obstante ayer, asistí a una obra. Quise no saber nada, no anticiparme, no estrangularme en la búsqueda de un asidero. Y fui. Y me senté en la primera fila para poder irme rápido si todo se ponía gelatinoso. Y empezó rara.
Los actores sentados a una mesa, leían. Una cámara abordaba sus gestos y los volvía enormes, lo sutil gigante. Sus manos, de vez en vez, jugaban los textos. Una barbie, un bebote deforme, unos soldaditos, unos naipes. Sarmiento sacaba la lengua por el hueco del billete de cincuenta.
Y reírse. La absolución del tiempo. El arte como la muerte del tiempo. La atención precisa en cada detalle. Me excitaba el sobre estimulo. Una manía tan grata por deshacer cada coágulo de potencial obviedad y volverlo absurdo, pero un absurdo sensato. La confirmación de la risa que se escapa de la boca y por favor que no termine nunca porque hallé el teatro.

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