lunes, 28 de agosto de 2017

Trescientos noventa y siete: No todas van al cielo

Hace una semana que hacía una semana me bajaba un pensamiento ni bien entraba el auto al garage. Un pensamiento o un descubrimiento que vivía oculto en mí por el olvido. La semana que desapareció mi bicicleta sin nombre yo estaba subida arriba de una ola que duró más de 7 días. Nunca en mi vida había permanecido en una ola tan larga.
Yo llegué a las dos de la mañana de cenar con mi amiga la doctora. Hice todo como una autómata. Estacioné y estacionó en mi mente la idea de que mi bici -que creía robada- podía estar en la terminal, desde el lunes anterior a esa madrugada. Una vez que aparece una idea de esas es terriblemente difícil pensar en conciliar el sueño sin ir antes a la terminal a chequear esta posibilidad como se chequea que el gas o la puerta de casa estén cerrados. Entonces, volví a abrir el portón y salí. Manejé, no me acuerdo bien, si rápido o despacio pero llegué pronto porque ya casi no había autos, sólo había pura noche. 
Cuando llegué, ni bien la vi, atadita a su poste de U, tenía una felicidad que me quería arrojar del auto en pleno movimiento. Pero me sosegué. Miré para todos lados buscando cómplices, pero cada uno en la suya: esperando el bondi, abriendo puertas de taxis, masticando unas tutucas. Me bajé y con toda mi anatomía torpe intenté cargar a mi bici sin nombre en el baúl, hazaña bastante complicada con ese estado de excitación exuberante. Medianamente lo logré. Dejé media bici asomando por detrás. Manejé a la menor velocidad que me deja mi ansiedad. 
Una mezcla de estupidez, vergüenza y felicidad me mantuvieron fresca hasta mi casa. En el camino repasé mi memoria recuperada. 
Había ido en bici hasta la terminal. Había vuelto en un auto que me había expulsado en mi casa. Al día siguiente no la necesité. Al otro día, dormida como todas las mañanas en que repto, la busqué en el garage y al ver que no estaba, me convencí de todo. Elaboré una película que me complicó bastante la vida los días siguientes, pero acepté mi propio relato por falta de tiempo y presencia. 
No todas van al cielo, algunas simplemente esperan en la terminal.  

Share/Bookmark

miércoles, 16 de agosto de 2017

Trescientos noventa y seis: Las bicis en el cielo

Me desayuné el robo de mi bici esta mañana. Salí con el tiempo justo porque la mañana me coquetea fuerte para seguir durmiendo. No tuve casi reacción. Mi corazón apenas se movió de lugar. No sé si por efecto del yoga (que hace una semana que no practico), el interludio de eclipses o la insensibilidad y punto. Asumo que es una posibilidad mientras sigamos viviendo en este mundo. Exagero capaz. Quise llorar después pero no tuve mucho tiempo y llorar en la vía pública me cuesta un montón más que llorar en mi casa, que ya de por si me cuesta.
En las esperas de los varios colectivos y subtes que esperé -porque el robo justo coincidió con el hecho de que estoy viajando a Capital- recordé las otras veces en las que me robaron mis bicicletas: La Hilaria, primero; La Gloria, después.
La Hilaria fue robada del poste de un edificio donde trabajaba. Recuerdo que salí a comprar comida y pasé rápido por el poste. Hice dos pasos y volví a ver lo que pareció ser una visión de la ausencia. Efectivamente no estaba. Un amigo me llevó ese mismo día a comprar una nueva (vieja) en esos impulsos que yo tengo, así la conocí a La Gloria. No era linda, ni estaba buena, pero con el tiempo me encariñé y no tuve mucho tiempo de hacer el duelo por la otra.
Años más tarde, tuve una cita en un cine. También a esa la dejé en un poste. A la salida de la película, ya no estaba allí y mi cita debía continuar a pesar de ella. Tampoco lloré esa vez, sólo me emborraché y después me tomé un remis para no sentir la falta.
La última, la que se llevaron hoy o ayer, quién sabe, no tuvo nombre, pero tenía una sillita pequeña que mi sobrino nunca usó. La conseguí por internet y la fui a buscar a un barrio en Los Hornos. Estaba destruida pero me cayeron bien los dueños así que se las compré y cargué en mi auto. La enchulé bastante y se dignificó. Habíamos empezado a querernos bien pero la descuidé. La dejaba siempre suelta en mi garage, creyendo en la buena voluntad o en la libertad.
Hoy, además de recordar, me culpé por ser tan freelance.
A vuelta de todo el trajín, fui de nuevo al garage con la esperanza de que hubiese vuelto, rota, desvalida o entera. Al menos una nota o algo. Nada.
Todas las bicis en el cielo de las bicis apropiadas. Tiempo de eclipse. Me quiero ir a Uruguay.
Share/Bookmark

viernes, 4 de agosto de 2017

Trescientos noventa y cinco: En el limbo

Es una sensación límbica escribir en el medio de un concierto, cosas como:
Los mensajes autodestructivos nos evitan caer en la melancolía revisionista. 
Lo autrodestructivo nos evita caer en la melancolía.
Lo autodestructivo nos evita caer.
Nos evita. 
Levita.  Leva. Como esas tortas que levan lentamente en el silencio del horno. 
La melancolía por el estado previo. La ansiedad por el estado próximo. 
La ansiedad caer. Caer en la ansiedad nos evita la melancolía revisionista. 
Lentamente en el horno. 
Todo tiene un sentido de profundidad de mar. Nada hace pie y sin embargo es más evidente que estar en tierra firme. 

Es cinco de agosto y la primavera es el paraíso en las pestañas con el sol.
El sol de agosto es la primer cocción de la primavera. Es de noche pero el sol aún en las mejillas, desde la tarde dejando impresión en el descuido. Los descuidados del invierno. La gripe de sol. Un mal deseado, un negativo positivo.

Escribir porque no se tiene más que escribir. Decirle a los otros que escriban como si fuera la cura de todoslosmales. Pedir por favor y gracias por escribir. Invocar situaciones con palabras solo por el juego de conocerlas más que cualquierotracosa. Es demasiado. Es la verdad. A veces la verdad es demasiado y por eso mentimos, porque somos moderadores (?) Merodeadores. Somos animales merodeadores de la verdad. 


Share/Bookmark