En la inauguración que presencié ayer, más que los cuadros que se exponían, amé el encantador silencio que se hizo en torno al trío de músicos cuando ella empezó a cantar, mientras yo masticaba también silenciosamente un sanguche de alto contenido graso y sabor, mientras se me enredaba en la dentadura un hilo de su embutido de forma casi casi irreversible.
Me gustan las inauguraciones porque la solemnidad y el frío son combatidas con serenidad y aceptación sonriente. Esto sucede cada vez menos. Más aún sucede que se llenan de hipocresía y recelo. Pero ayer no sé si el vino, el licor de damascos o los sanguchitos, no me hicieron prestarle demasiada atención a las lentas explicaciones que un sujeto daba sobre la obra, mientras trataba inútilmente de ponerle palabras a la emoción devenida en inspiración devenida en técnica devenida en absurdo.
Me gustan las inauguraciones por la gente que va por los sanguchitos.

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