lunes, 29 de agosto de 2011

Ciento sesenta y cinco: Domingo a la Bartók

Mientras el cumpleaños de la cohabitante se desarrollaba estridente en la otra sala, yo me dejaba ir por el túnel que conduce a la hungría musical de principios del siglo veinte. Umbilical por los oídos. Agradecí internamente a mis padres por haber comprado aquella colección de vinilos de música clásica que cachetea violentamente el archivo de la wiki y me refriega en las narinas el aroma de antiguos testamentos enterrados.
De la inocente indiferencia y el rechazo casi total, pasé a hacer las pases metafísicas con el tal Bartók. Porque el gusto, acostumbrada me tenía la oreja. Y una oreja acostumbrada, como cualquier otra costumbre que se cargue con inocencia, es una cosa asquerosa. Es condenarse al autoencierro masturbatorio siempre con lo mismo, una y otra vez, la misma piel, la misma calma.
Pero la belleza, y ahora lo creo con más fuerza, no puede nacer de la costumbre. La belleza tiene que ser una búsqueda -como aquel interrogarse por la música, buscándole el filo al rumor-. La búsqueda tiene que ser áurea, tal y como el sol.
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