Pasa que él siempre encuentra algo de qué quejarse. Es más, aguarda la hora, la hora de SU novela, la hora en que llegamos al lugar. Aguarda el momento. Aguarda el ruido que supera su medidor. Y hace sonar el timbre.
Me abrí paso entre los pibes con la vena gorda ya. Lo miré una vez y me repugnó. Me repugnó su perseverancia absurda. Lo miré y él pidió hablar con un responsable. Y le dije yo soy responsable. Y me dijo: el dueño. Y le dije mientras yo estoy yo soy dueña. Y me dijo que mi nieto tiene sindrome de down. Y le dije estos pibes no tienen qué comer. Y me dijo que tuviera respeto por su edad. Y le dije usted tenga respeto por la nuestra.
Y le dije que fuera a leer la ley. (No se me ocurrió mejor cosa, pero pensé que él era de esos que creen en la LEY). Le dije que la ley decía que podía dirigirse pibes y que tenía el deber de considerarlos. Y no le importó un carajo. Pero creo que le dí miedo (pero yo tenía miedo). Creo que le dio miedo que una mujer le hablara así, en ese tonito, una mujer joven además, con peinado raro y aro. Creo que entre todos le dimos miedo.
Antes de irse, me levantó el dedito. Sacudió el dedito en el aire como si fuera un arma. Arrastró su culo flojo por el pasillo y me advirtió que estaba advertida. Y le dije que no le tenía miedo. Y arrastró su culo flojo hasta su casa. Y yo ya no tenía miedo.

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