sábado, 4 de junio de 2011

Ochenta: Que no se termine nunca

Anoche o quizás hoy pero tempranísimo, en ese margen en el que la gente duerme.
Primero, nos llenamos de adrenalina. Luego yo estaba con el bodrio de llevar tres prendas a cuestas, la cámara, la plata, las llaves y algún bollo de algo. No me dejaba bailar el tumulto de cosas bajo el brazo. Primero al piso, luego a una barra, luego al olvido. Y bailar, con algunos que otros merodeadores más o menos alegres, más o menos densos, más o menos preguntadores de nombres.
El dj debe estar por los cincuenta y tiene el pelo blanco y panza y nunca mira para levantarle el pulgar en gesto de agradecimiento total (ese gracias totales se resume en dos pulgares alzados sobre la muchedumbre).
Tomé una cantidad incontable pero el efecto del alcohol se digería bien con el agolpe del pogo casi como un continuum de energía colectiva vibratoria. Andar suelta es andar libre, sacudirse como se sacuden los líderes de algunas bandas más o menos rockeras.
No quería que el tiempo nos llegara, la mañana nos expulsara del paraíso con la cara de un par de patovicas buena onda que, no obstante, insinúan cara de perro. Estaba como niña en un cumpleaños feliz.
Afuera, un grupo de extranjeros, unas conversaciones en fluido inglés que de repente advienen como por arte de magia. Subirnos a un auto, algunas paradas para mear en los árboles y comprar una docena y media de medialunas para cuatro. Engullirse cuatro o cinco, meterse en la cama, pese a todo, hundirse para soñar el primer verso de un poema: "la soledad bajo el puente". La mañana se transparentó como si nada.
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