martes, 14 de julio de 2015

Trescientos cuarenta y cinco: Tengo un bolso lleno de libros

Es difícil la medida. La medida es difícil para gente como yo tan que no se sabe bien qué, ni cuándo. Resultó ser que elegí tres libros para el viaje: dos de poesía y uno de relatos. Ya en el primer vuelo devoré. La poesía por suerte, se deja leer y releer y re-releer. Pero la novela es otra cosa.
Cuando llegó el mensaje de la aerolíneas que decía "Su vuelo saldrá una hora más tarde", manotazo de ahogado apareció de nuevo Schlink. Alemán, generación post-holocausto. Té, maicenita y en la cama vuelta y vuelta leí. Se veía más o menos grande, más o menos gordo. Leí. Padre me hizo unos mates y me dejó en el aeropuerto para emprender el regreso. Confitería, vuelta y vuelta leí. Y las horas fueron pasando hasta que el avión llegó y mi cabeza era un árbol enorme lleno de las palabras del alemán y yo miraba a los otros pasajeros y no podía entender muy bien porque todo mi árbol ocupaba el espacio, no me dejaba ver. Tenía miedo de que se acabara ahí. Contaba las páginas que me quedaban como si fueran hostias. Me reservé las últimas veinte mientras me entretenía viendo pibitos o el pasajero aquél que había tomado justo los mismos vuelos que yo. Él me miraba también y a su pantalla de celular. Me tomo muy poco terminar. En los asientos de al lado, había una pareja de años, tomándose las manos y retomándoselas. Tenía miedo de terminar. Miedo, no sé, nostalgia, una cosa parecida a la náusea. Hasta que vi el blanco. Al lado las nubes y el blanco de la hoja. Quería despertar a la señora de al lado para decirle mi angustia, mi felicidad, mi no sé, Quería volver a empezar, bajarme ahí, ir a comprar otro libro del alemán. Forcé la música, pero mi árbol seguía ahí.
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