viernes, 7 de noviembre de 2014

Trescientos doce: Viernes entre gente

Hoy desperté de un sueño del que no quería irme. Había una playa al atardecer y un francés que me hablaba en español. Recuerdo su cara con el reflejo naranja del sol y el color de la piel. No íbamos a ningún sitio, solo permanecíamos impasibles allí. Nunca vi su cara fuera del sueño -que yo recuerde- pero al despertar ya no estaba allí (el dinosaurio tampoco estaba allí).
Tuve que aceptar la cotidiana. Salir para el trabajo, trabajar y volver. Una serie de amigos, una serie consecuente, se fue armando y de uno a uno iba creando un jardín lleno de conversaciones. Apenas tuve respiro y, por suerte, porque no quería clavarme las botas para meterme en un lodo emocional. Preferí más bien entregarme al ocio y al divague circunstancial que me alcancen todo el tiempo un vaso lleno de vermú y -sin preguntas- beberlo lento, y -sin preguntas- ponerle un hielo y seguir bebiendo mientras se aguara el amargo obrero y la noche también se aguara y -sin preguntas- ya anestesiada, me secara la cara así, simplemente, me volviera a hundir en mí.
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