jueves, 4 de diciembre de 2014

Trescientos veintiseis: Maldición de la siesta

Por lo general, no recibo cantidades suculentas de mensajes y llamados HASTA que decido acostarme a dormir la siesta, una siesta mínima. Cuánto más mínima, más demanda de atención llega a través de la línea. En esos momentos, deseo fervientemente ser una ermitaña sin celular, aparato que se vuelve odioso en circunstancias tales.
Me meto en el sobre, estiro bien las piernas, me tapo como si fuera invierno, amaso la almohada como me enseñó la gata y me dispongo feliz a encarar el profundísimo subsuelo del sueño. En eso, me llama padre, me dice que quiere comprarse una cámara. Nunca tiene tantas pero tantas ganas de hablar como entonces, me pide cada detalle, me cuenta cada evento. Lo festejo sí, pero no ahora por favor. En eso, veo como se me va yendo el tiempo, corridas de minutos infernales. Después llega una catarata de mensajes personales, luego los grupales, un sinfín de interacciones que no puedo evitar porque no sé decir no a lo inmediato, pero puedo postergar indefinidamente cantidades de otras cosas mucho más importantes. Y pienso: esto no me pasaría en San Juan. La mística de la siesta está rota en este conurbano.
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