Que se me sequen las encías al sonreir y que venga el viento zonda letal, caluroso, eléctrico y que venga después el sur, el alivio del fresco, esa certidumbre es una caricia, y que la siesta sea tan necesaria y obligatoria, que el calor se haga sopor y sumerja la mente en el caldo de los sueños, y que las birras se tomen en la vereda mientras dos viejas vecinas pasan escrutando, que tus amigos sean eternos como las cucarachas, que hablen tu misma lengua y el cielo sea el más grande, el más lindo del mundo en este instante.
Todo eso, es el suspiro del hogar.

Trescientos veintinueve: Mi pueblo es un cantor
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