sábado, 13 de agosto de 2016

Trescientos ochenta y dos: La olimpíada personal

Amaneció nublado. Nubladísimo por la ventana no se veía un horizonte de sol. Igual me puse las calzas, deplegué la alfombra, estudié mi horita y media. Revoleé un mensaje con esperanza y picó. Le dije, canchera, te paso a buscar. Tiré primeros pasos algo esforzada, me puse aerodinámica en diez cuadras. Ahí el sol comenzaba a aparecer.
Llegué a su casa. Unió su bici a la mía. Salimos bastante reptiles hacia la circunvalación y entramos a darle. Dos fueguitos sutiles en la circunvalación, como esa sonata de Bach que tiene su placentera continuidad. Dos, remamos más. Y nos remamos la vuelta entera, pedaleo de lengua también acompañó.
Cuando llegamos tostadas con dulce de leche y en la tele, justo, dos corredores astronómicos plena euforia de olimpíadas, pedaleando en posiciones absurdas y hermosas. Carreras cortas. Gota a gota. La vuelta se hizo de noche, noche templada, ausencia total de la gravedad. O no siento las piernas. O las piernas son de la bicicleta.

"El cuerpo son las ruedas. La mente es el motor", me dijo.


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