lunes, 22 de agosto de 2016

Trescientos ochenta y cuatro: Retiro

La mañana siguiente al viaje a la costa, me desperté demasiado temprano para estar en vacaciones. Pero me desperté sabiendo algo. Me despertó esta creencia: "Preocuparse es querer tener el control". La anoté, tomé el agua con limón y saludé al sol como cinco veces. A partir de ese momento, y después de haberme dormido en un estado de agitación cardíaca, entendí qué hacía yo ahí. Increíblemente pude permanecer más de 24 horas sin revisar las notificaciones de Facebook, como 12 o más sin chequear el celular, en general. Más allá de la cuantificación de horas -ahí prácticamente no existía- sentí la levedad, la calidad del tiempo vivido. La calidad de un tiempo de suspensión, la sensación de flotar, por ejemplo. El agua traducía en sensación lo que la cabeza escupía como resaca de la rutina. Todo habitado desde el no pensar, o el pensar operativo, el pensar funcional. Permanecí tres días en esa levedad. Mi sensación era de quince.
La ida y la vuelta no tuvieron nada que ver. De hecho, pensé que habíamos errado la ruta porque no reconocía el paisaje. La realidad es que lo estaba viendo por primera vez porque estaba ahí. Y si bien ya no teníamos mucho de qué hablar, flotar en el paisaje era suficiente.

Me pregunto cómo permanecer ahora en esa levedad, ahora que hemos vuelto y nos abalanzamos vorazmente sobre la cotidianidad, cómo no abatatarnos oscilantes entre la hiperactividad y la tonina.
Alimentarnos de experiencia.
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